Si se fueran a elegir a los candidatos para el Lucas de lo más debatido en el primer mes de la Tarea Ordenamiento, sin lugar a dudas la dupla precios-salarios estaría entre las nominaciones estrellas al galardón de la popularidad. Resulta difícil por estos días no encontrar un debate, en los lugares más disímiles, donde no salgan a relucir los andares de ese «matrimonio».
Una amistad, con cierta dosis de picardía criolla, lo comentaba. «Todo el mundo habla de lo mismo —decía—. Por cualquier lado que caminas, escuchas a la gente hablar de los precios y el salario: en la esquina, en la calle, en las aceras, en las oficinas, en el baño, en la cama antes de acostarse o hacer algo más. Incluso, hasta después».
En estos casos no podemos afirmar si el asunto llega a tales niveles de intimidad (se pudiera investigar); pero, a todas luces, la relación precios-salario viene a convertirse en uno de los puntos más debatidos de la población, al ser ellos parte de los rostros más visibles de una transformación económica y social muy compleja y que, como todo proceso de cambio, genera sus conflictos, aprendizajes y necesidades de ajustes con distintos niveles de urgencia.
Es lógico (y hasta deseable) que el debate sobre esa relación ocurra y se atienda, pues esa franja donde opera la capacidad adquisitiva de los consumidores y el costo de la oferta con su cantidad, variedad y calidad es una de las vías para comprobar el funcionamiento adecuado de la economía y los niveles de satisfacción en la sociedad.
Entonces, para decirlo, en otras palabras: los algoritmos alrededor de los precios y los salarios (donde hay «de todo como en botica», como dice la población) no son un problema técnico, sino un asunto político de primer orden con implicaciones en la vida cotidiana de la ciudadanía y con capacidad para intensificar o poner trabas a la dinamización del consumo interno del país.
Esto se aprecia en cada recorrido. A juzgar por lo que se ve en determinados establecimientos y el listado de algunos productos, se pudiera pensar que en el imaginario comercial cubano —tanto privado como estatal— se ha extendido desde mucho antes la creencia de que unos precios siempre al alza es la mejor vía para cubrir los costos y ampliar el margen de utilidades.
La realidad del día a día invita a meditar que, por lo general, no se ha reflexionado lo suficiente en que precios adecuados (a lo mejor no tan elevados) y combinados con un buen servicio, posiblemente sean una opción para mantener ingresos estables y crecientes. Fíjese en la afluencia y comentarios en ciertas cafeterías, observe los precios y comprobará lo que decimos.
De entrada, uno de los elementos que ha traído ese matrimonio a la primera línea del «frente de opiniones» ha sido el de activar la conciencia de los ciudadanos sobre sus derechos como consumidores, y su capacidad de elección o reprobación frente a los niveles de calidad en las ofertas del Estado y del cuentapropismo.
A los publicitados rechazos del pan de la cuota —ante el incremento de su precio y no el de la calidad—, se le pudieran añadir, por ejemplo, la desaprobación de las personas a adquirir determinados productos de carretilleros y vendedores ambulantes, quienes ofertan una variedad de productos del agro a costos cuando menos duplicados y con aspecto de llanto para difuntos.
Ojalá que ese activismo se mantenga y se extienda, además, a otras zonas también señaladas en la agenda pública de la calle, aunque menos mencionadas, como lo pueden ser las pesas adulteradas, en las cuales se aplica una especie de impuesto «fantasma» y que escamotea la capacidad adquisitiva de los salarios. Porque el ordenamiento, sobre todo en la gestión de los gobiernos locales, no puede ser solo una sucesión de operaciones aritméticas; sino también de limpieza de todo aquello que entorpezca la vida de las personas más sencillas y comunes del país.