Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ruta de la imprudencia

Autor:

Juan Morales Agüero

Si hubiera dependido de su voluntad, la familia completa lo habría recibido en la mismísima escalerilla del avión. Pero no ¡imposible! Y no solo porque lo prohíben los protocolos de seguridad de cualquier aeropuerto. Lo establece también el control sanitario internacional para descartar el riesgo de propagación del Sars-CoV-2.

En la misma terminal aérea, el recién llegado es sometido a una prueba de PCR. Solo entonces toma rumbo a la salida, donde sus parientes aguardan por él para llevarlo a casa. «¡Ya viene por allí, miren!», exclama a viva voz uno de los apostados. A pesar de las recomendaciones de evitar la efusividad desmedida y mantener un sensato distanciamiento, los de la comitiva de bienvenida se le enciman, unos con nasobucos y otros sin nada. Y lo abrazan, lo besan, le hablan de cerca…

En el parqueo los espera el almendrón de la familia. Lo abordan y se apretujan dentro como pueden: cinco personas en el asiento trasero y tres en el delantero. «¡Esto hay que celebrarlo!», propone uno, bajito. Y descorcha un añejo Havana Club. Como no previeron traer un vaso, conminan al visitante a beber directamente del pico de la botella. Los demás hacen lo mismo. Ya ninguno trae el nasobuco puesto. Se sienten de plácemes en las vísperas del nuevo año.

Llegan a la casa donde el huésped se alojará durante su estancia. Le han advertido que, en cinco días, le aplicarán un segundo PCR. Hasta tanto sus resultados no descarten la presencia del virus, deberá permanecer allí en aislamiento estricto. Sus anfitriones, en tanto, estarán obligados a limitar sus movimientos y a permanecer en el interior del inmueble. Solo uno saldrá a efectuar las diligencias.

La irresponsabilidad y la indisciplina acceden también a la casa. Así, violando las normas, los propietarios improvisan el fetecún inaugural en honor al tío. En el patio humea ya la parrilla para las chuletas. Y el equipo de sonido —amplificado solo a medias— deja escuchar un tema bailable de los Van Van, la orquesta preferida del visitante. Tragos, risas, besuqueo, baile, fiesta…

En el vecindario la gente murmura. «Con la situación que tenemos con el coronavirus y esta gente de rumba», comenta uno. «Debería venir la Policía y multarlos», propone otro. Ninguno, empero, procede a denunciar a los transgresores. Tampoco acuden a llamarles la atención por la imprudencia. «Allá ellos si se contagian», acota el primero. «¿Para qué voy a buscarme problemas?», se justifica el segundo.

Comienzan a llegar visitantes: una pareja joven en una motorina, cuatro amigos pasados de tragos, un hombre vestido con ropa deportiva… Los reciben en la puerta con inusitada euforia. Entran sin nasobucos y sin desinfectarse manos y pies. Se turnan para abrazar y palmotear al que llegó «de afuera». Beben, gritan, cantan, ríen…

Cuando llega la medianoche ya se han zampado las chuletas y consumido varias botellas de ron. Con las 12 campanadas se desata el acabose: música alta, abrazos colectivos, júbilo desenfrenado, sollozos sensibleros… «¡Feliz 2021!», exclama con su copa en alto el anfitrión, seguido de una palabrota. Al amanecer se van a la cama, exhaustos, pero felices.

Entre la acogida y la juerga, la familia violentó casi todas las recomendaciones sanitarias. Súmele la falta de control y la pasividad y desidia del vecindario afectado.

Al quinto día, luego de varias jornadas de farra, el visitante se somete a la segunda prueba. El resultado es como un mazazo: positivo. Caso importado, como lo definen los expertos. Por desestimar los protocolos, por la promiscuidad, la indisciplina y la irresponsabilidad, la familia completa y los visitantes —así como quienes contacten con ellos— se ponen también en capilla ardiente.

Por conductas parecidas, Cuba enfrenta hoy una compleja situación epidemiológica. Un país bloqueado por el vecino poderoso, empeñado en neutralizar un virus que hace estragos en el mundo, urgido de reanimar su asfixiada economía y al tanto de que nadie quede desamparado, no merece que personas indolentes procedan de esta manera.

Desde finales del año pasado la mayoría de los casos confirmados tuvieron relación con viajeros que entraron al país. Luego de recibir una atención sanitaria de altura, ni ellos ni sus familias fueron consecuentes con las indicaciones que les fueron especialmente orientadas.

Ahora toda persona que ingrese al territorio nacional deberá presentar un PCR negativo, realizado en el país de origen por un laboratorio certificado. Eso está bien. Pero las leyes deben caer sobre quienes violen acá dentro los protocolos. La seguridad nacional lo exige.

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