Es complejo. Los vendedores particulares ponen por el cielo los precios de los productos agrícolas, y a algunos no les queda más remedio que comprarlos porque, la mayoría de las veces, los mercados estatales están tan «pelados» como quedan nuestros bolsillos frente a aquellos.
Es, si asumimos con seriedad cualquier análisis del tema, una cadena que se arrastra como consecuencia del desabastecimiento en las placitas, donde es más llevadera la cuestión; de más de un fallido experimento en la comercialización nacional de lo cosechado y, también, de una especie de pelea de gato y ratón entre comerciantes (legales e ilegales) y autoridades encargadas de imponer orden.
O sea, presionados muchas veces a buscar caminos menos rectos para llegar a los productos, a esos vendedores que de todas formas nos «salvan», se les encarece el negocio, pero al final ponen a la población entre la espada y la pared al violar regulaciones que al respecto existen.
Este es un asunto del que se pueden encontrar, en las páginas de nuestros periódicos, toneladas de críticas y puntos de vista, muchos de los cuales, lamentablemente, caen en un saco tan roto como aquel donde fueron a parar los susodichos ensayos o los intentos por alcanzar calidad y precios justos.
Del tema, sujeto a nuevas medidas para evitar que la especulación se «trague» el incremento salarial que en breve será un hecho, me ocupan ahora ciertas señales que orbitan alrededor del problema desde hace mucho, pero que en estos tiempos de COVID-19 afloran con singulares y peligrosos matices.
Hace unos días, en el interior de uno de esos sinuosos pasillos entre viviendas en el corazón mismo de la urbe guantanamera, donde habito, y algunos puestos particulares se dedican a vender viandas, granos, frutas y carne de cerdo, fundamentalmente, sufrí en carne propia lo que se siente cuando la impotencia se apodera de una.
En un espacio desordenado, húmedo y carente de higiene, el hombre tiene ofertas variadas y de calidad. De un improvisado mostrador con cajas repletas de hermosísimas naranjas, guayabas y frutabombas, boniato y ajíes, escojo animadamente.
«¿Cuánto es?», pregunto. Calculadora en mano y a la velocidad de un rayo, responde el vendedor: «220 pesos». «Pero, ¿cómo así?», cuestiono no tan satisfecha ya. «Las naranjas (unas diez), a ocho la libra, 48 pesos; las frutabombas (dos de mediano tamaño), a seis la libra, 72 pesos; siete guayabas, a cinco la libra, 40 pesos, y los ajíes pequeños (dos potes de 450 miligramos), a 15 cada uno, 30 pesos; tres boniatos, a cinco la libra, 30 pesos... Y si no te cuadra los buscas en otra parte, pero verás que al final tendrás que venir a “morir” aquí», fue su respuesta.
Como si ese comentario no fuera suficiente para sentirme aplastada, intervino nada menos que la próxima víctima de esos precios y modales, detrás de mí en la cola, y no precisamente para solidarizarse en contra de tal maltrato, sino por mi reclamo.
A unos pasos de aquel antro, me adentro por otro recoveco justo cuando otra mujer que sale toda brava me dice: «Ahí ni entres, no les compré nada. ¿Sabes lo que me dijo? Que si no me conviene los fuera a buscar en el Noticiero de la Televisión o en el mercado estatal, y lo peor, que me fuera adaptando porque estos precios de COVID no son nada comparados con los precios de la reforma salarial. Alguien, y si no nosotros mismos, tenemos que pararles los pies a esta gente».
Y me fui a otro puesto. Apenas me acerco al mostrador, un joven vendedor me anunció: «Si buscas carne, lo que se dice carne, no es aquí. La oferta es a 50 pesos la libra, pero con gordo, pellejo y hueso, y a 60, si es solo hueso y carne. Si no le conviene, adiós».
Resulta cierto que cada persona es tan impresentable como quiera ser, pero cuando trabaja de frente al público, por muy privado que sea su negocio, no debe, no puede permitírsele que exteriorice su prepotencia y falta de ética y abuse de las necesidades de los demás.
Eso, sin hablar de que duplican y hasta cuadruplican el tope de los precios vigentes, aprobados por el Consejo de la Administración de esta provincia para la comercialización de dichos productos. Esto lo digo porque ahora mismo, según el listado oficial de precios topados, por ejemplo, la libra de ají cuesta cinco pesos, la de naranja dos; de guayaba 2.50; de frutabomba o papaya 1.70, y la carne de cerdo, 20.
Se sabe que a partir del 1ro. de enero estos precios oficiales se incrementarán, sustentado en las nuevas trasformaciones, pero el punto es que echemos la pelea entre todos para cerrar el camino a esos inventos a los que se asocia todo ese maltrato.
Daña más allá de lo personal un trato tan irrespetuoso y falto de empatía. Lamentable sería que se enquisten tales comportamientos, que rayan en el chantaje y la falta de respeto. Sabemos que, por eso de dejar crecer la mala hierba, tenemos bastante enmarañado el rumbo para lograr un comportamiento ciudadano cada vez más decente y solidario.