Aquel viernes, Raúl Gómez García, miró a su madre con una sonrisa dibujada en el rostro, y le dijo que no dormiría en casa. Ella lo vio marcharse, esa noche lo esperó hasta bien tarde. Pero el muchacho de tan solo 24 años, no regresó. Nunca más.
La primera vez que Daniela cruzó la línea roja de un centro de aislamiento para pacientes sospechosos de portar el virus SARS-CoV-2, lo hizo con el pecho apretado. No podía evitar pensar en su madre y en aquella despedida que le estremeció el alma. Como quienes van a cumplir una gran misión, ella y sus amigos se forraban con batas, máscaras, sobrebatas, guantes, botas y nasobucos. Quizá por aquello de infundir confianza todo era de color verde. Parecían «animales de galaxia».
¿Y qué eran sino «seres de otro mundo», aquellos jóvenes que, como Raúl, se enfrentaron al poder abiertamente y sin miedo? Las preguntas no reposaban en su cabeza, tampoco lo hacían las remembranzas. El petricor le recordaba los domingos de pelota con los niños del barrio en los terrenos de Santo Suárez, ahora en tierra hospitalaria, a más de 850 km de distancia, afloraban nuevos versos: «cuando se ama a la patria como hermoso símbolo, si no se tiene armas se pelea con las manos».
Entre tanto quehacer, Daniela no perdía ocasión para escribir sus experiencias convertidas en una suerte de epistolarios. Luego de una jornada de diez horas sus manos —aunque usaba guantes dobles— quedaban rojas: desinfectar con cloro y alcohol cada superficie, lavar y doblar ropa; servir comida y fregar los pasillos y cuartos no eran tareas fáciles. Desde la fajina hasta el final del trabajo siempre la sorprendía la noche.
La calurosa madrugada de julio fue testigo de cómo Raúl recitaba su poema ante un grupo grande de camaradas. «Ya estamos en combate…» el fervor de las estrofas y el ímpetu de su verbo delataban el clamor de gesta. Pocos sabían a dónde iban, solo los indispensables conocían el objetivo de aquella cruzada. Tampoco habían dormido esa noche, solo tenían la certeza de que al despertar la alborada, no estarían ni olvidados ni muertos.
Sonó la alarma. Significaba el de pie. Las primeras luces se escurrían por entre las angostas persianas. Daniela levantó a Maureen, su compinche de labores y de dormitorio. Se enfundaron el traje de marras y caminaron escasos metros. Atravesaron otra vez la valla perimetral para situarse cara a cara con el peligro. Daniela, la voluntaria, solo tiene 21 años cumplidos.
Es difícil aceptar que unas vidas lozanas y prometedoras hayan podido trastocarse de un momento a otro. Pero aquellos muchachos, con el honor y el decoro de muchos hombres, cumplieron con las exigencias de su tiempo, en franco desagravio a las ideas del Apóstol… El 26 de Julio de 1953, se batieron a tiros con esbirros de la fortaleza militar más importante del oriente cubano. Ahí, entre ellos, estuvo Raúl.
El fuego hostil no lo dejó reparar en que estaba herido, pero apenas se percató, pensó en su madre. Garabateó unas palabras y las entregó a un sujeto. Tenía la esperanza de que aquella nota llegara a su «viejita». Y llegó. Al dorso se podía leer: «Caí preso, tu hijo».
A las cinco antemeridiano, Santiago de Cuba estaba imperturbable al amparo de la petulancia de un dictador y su séquito. Quince minutos más tarde, en Raúl y sus compañeros germinaba el embrión de la lucha.
En una de las tantas madrugadas de conexión a internet, pude saber de Daniela. ¿Cómo te sientes?, fue lo que atiné a preguntarle por el chat de WhatsApp. «Aquí estoy… porque este es mi Moncada, esta es mi Sierra, esto fue lo que nos tocó. La generación del centenario habría hecho lo mismo que nosotros y viceversa», me respondió.Por fortuna existieron y existen jóvenes como Raúl y Daniela, cada uno en su tiempo, que no dejan malograr las semillas del compromiso, la valentía, la justicia, el altruismo y la solidaridad. Hoy como ayer, hay una vanguardia joven dispuesta a imantar en las venas de un país, la estirpe de aquellos predecesores que asaltaron el cielo empíreo.