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Bailando con Donald en la fiesta de la COVID

Autor:

Enrique Milanés León

El más poderoso aliado que la COVID-19 ha encontrado en la especie humana, el inefable histrión que llegó a vaticinar que la pandemia desaparecerá sola, «como un milagro», y a recetar singulares inyecciones de desinfectantes, parece haber hallado émulos de su talla en unos muchachones que convierten el infausto capítulo sanitario en alegre pachanga.

Son los frívolos organizadores de las «fiestas COVID» que desde centros estudiantiles estadounidenses han dejado a medio mundo con el nasobuco abierto de asombro por el desparpajo con que juegan —a más de la propia—, con la vida de otros.

Este diagnóstico triste, especie de PCR de la irresponsabilidad, salió a la luz en la ciudad de Tuscaloosa, Alabama, donde varios estudiantes a la postre positivos —a la enfermedad sí; al programa docente, quién sabe…— fueron también entusiastas participantes en descargas grupales dedicadas a determinar cuál de los asistentes contraía primero este coronavirus nuevecito así como ellos, aunque probablemente no tan inmaduro.

Nadie puede negarles sus tintes patrióticos. En el mejor estilo del Tío Sam y de su arraigada cultura de la apuesta que el cine recreara magistralmente, los adolescentes montan una ruleta rusa —ajena del todo al Kremlin— en tanto invitan a jóvenes infectados que en el desafío serían algo así como la bala que, al azar, puede tocar a cualquiera.

Claro, en esa metáfora del American Western Saloon en la que Donald es a un tiempo el feo, el sucio y el malo, se necesita una bolsa para reñir con la vida; entonces, pasan un pote en el cual cada invitado aporta unos dólares que engrosarán la fortuna que solo uno entre los nuevos enfermos, el agraciado que certifique primero la infección en pulmón propio, se echará al bolsillo. Money is Money.

Incrédulo, Randy Smith, el jefe del cuerpo de bomberos de Tuscaloosa, confesó que en principio pensaba que lo de tales fiestas era solo rumor; dolida, la concejal local Sonya McKinstry admitió que los jóvenes (se) enfermaban intencionalmente, pero Tuscaloosa es apenas uno de los puntos de la gran nación en los que unos cuantos jovenzuelos decidieron hacer de su muy vieja pandemia de enajenación algo realmente «entretenido». En Texas, Washington y otros estados de la Unión el virus y ellos han mostrado sus jolgorios.

A ciencia incierta —que es la única que conoce el presidente yanqui— nadie puede decir exactamente cuántos, en el millar de muertos que la pandemia ha dejado en Alamaba, tuvieron la fuente de contagio en una cadena que partió de alegres copas juveniles.

Es cierto: estos Tom and Mary irreflexivos exponen con su actitud la salud de padres, tíos, abuelos y otras personas de su entorno más vulnerables que ellos; es verdad que tienen mucho que aprender y mostrar al mundo, pero no puede  exigírseles demasiado como generación cuando el «tutor» del país —ese hombre que tanto dijo aquello de «(Norte) América primero»— se lava frecuentemente las manos… solo cuando significa dejar a la pandemia hacer.

Donald Trump ha hecho de Estados Unidos un gran salón de baile en su sonada fiesta de la COVID-19, donde cada día el SARS-CoV-2 aprieta el talle de unos 50 000 ciudadanos, preferentemente negros o latinos… pobres. Él es el planificador de la velada y, también, su bailarín principal.

Como millones en su país, esos críos de Alabama son huérfanos de… presidente. Merecen ayuda. Debe ser traumático para una generación entera, nacida en la creencia de la «excepcionalidad americana», ver que su comandante en jefe no consigue, ni en la enfermedad ni en la salud, el respeto del mundo.

¿Quién no lo sabe?: Trump ha dicho que el 99 por ciento de los casos del nuevo coronavirus son «totalmente inofensivos». Ha afirmado, resignado a costa del pellejo ajeno, que «habrá más muertes, con o sin vacuna; el virus pasará». Ha invitado: «Quien quiera un test, que se lo haga. Los tests son hermosos». Ha girado en contra: «Cuando se hacen tantos exámenes, se encuentran más casos, así que le dije a mi gente: Ralenticen los tests, por favor». Y ha rematado con esta frase que lo retrata microscópicamente, cual el virus político que es: «Tener tantos contagios de coronavirus para mí es una medalla de honor».

Con adulto semejante en la silla de la Oficina Oval, quién se extraña de que a unos cuantos muchachos les dé por ponerse una pistola —cargada con virus— en la boca y apretar el gatillo… simplemente para ver qué pasa.

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