Asi como el cuerpo pierde su equilibrio y enferma, también eso que llamamos alma, espíritu —ese universo de lo subjetivo donde se libran batallas cardinales como la de la voluntad—, puede dañarse y su restauración resultar más difícil y compleja que la que pueda obrarse con una pared.
De la certeza que comparto nace justamente mi preocupación del presente: porque hemos ganado la batalla a la COVID-19 —la contienda ha sido un día tras otro, con la exactitud y desvelos de la ciencia, con un plan maestro concebido por la dirección del país y que impidió el colapso—; porque con orgullo podemos plantar la bandera de la victoria en un mundo que, tristemente, ve morir por culpa de la pandemia a miles de seres humanos cada 24 horas.
La pregunta urgente, entonces, es cuánto más haremos para seguir adelante, para consolidar lo logrado en una sociedad que tiene más que probado su humanismo, pero que sigue teniendo el desafío de ascender los peldaños de la eficiencia y la prosperidad.
La vida está marcada por momentos señalados en el almanaque, instantes emotivos, de relumbre; pero también está hecha, sobre todo, por lo que hacemos todos los días desde el método y la costumbre. De ahí que la felicidad deba medirse, principalmente, por cómo discurren las cosas desde lo cotidiano. Y es en esa dimensión —lastimada durante tanto tiempo de carencias y contingencias—, donde no pocos «virus» acechan con descomponer las mejores conductas y provocar bajas en las filas de la bondad y de la virtud.
Así como producir alimentos y garantizar las energías necesarias para mantener el país en movimiento constituyen para nosotros asuntos de seguridad nacional, rearmarnos desde lo subjetivo también es decisorio. Y eso significa, por ejemplo, que hacer bien lo que nos toque —ya sea un jabón o impartir una conferencia a un grupo de estudiantes—, tener sensibilidad ante el dolor de los demás, soñar la belleza pero también crearla desde nuestros espacios de protagonismo, entrañan asuntos desde los cuales se deciden los equilibrios del país.
Viendo el panorama mundial, deberíamos tomarnos muy en serio la idea de que nadie vendrá a construirnos las viviendas que necesitamos, ni a remover la tierra de la cual saldrá lo que podremos comer, ni a reponer los faroles, bancos o jardines públicos que todavía, en muchos lugares, somos incapaces de cuidar como nuestros. Nadie obrará por nosotros la resurrección de los oficios, el rescate de las tradiciones, ese brillar donde estemos para que el orgullo cubano sea no solo tema de las gestas heroicas, sino también del no menos valiente desenvolvimiento a lo largo de los días, en ese goteo de la vida donde se define realmente si somos, o no, felices.
Nadie asumirá por nosotros la necesidad de ahorrar, de ser disciplinados y organizados, de tener fijador en los propósitos, de desbloquear la mente, de desprejuiciarnos para sumar en vez de excluir, de diagnosticar y desmantelar «trabas», de ser profundos y éticos. Solo nosotros podremos desentrañar por qué muchas veces hay tanta distancia entre las buenas ideas que consensuamos y estampamos sobre el papel, y la implementación de las mismas.
A nosotros toca, y a nadie más, luchar encarnizadamente contra los mil demonios del subdesarrollo, esos que aletean a pesar de tantos años de emancipación, de Revolución en pos de la dignidad y el desarrollo humanos.
La ciencia ha obrado la maravilla de ponernos a salvo una vez más —ahora ante el desafío nunca antes visto de un virus que ha hecho de nuestras existencias una especie de ruleta rusa, por aquello de que, o podemos ser pacientes asintomáticos, o perder la vida súbitamente—. Pero hay que añadir que, ahora como nunca, las ciencias sociales tienen un valor profiláctico, curativo y salvador en ese afán que va más allá de saltar sobre la muerte y que podría resumirse en poder estar alegres y realizados sobre el plano de la vida.