Hay nombres que parecen inocua combinación de caracteres y números hasta que nos amenazan. Entonces se parecen al azufre de los versículos apocalípticos. Una de esas palabras es la COVID-19, la pandemia que ha sacudido a personas de todos los estratos sociales en el mundo. Esa rara combinación con olor a infierno ronda también por este país y tiene a todos en alerta.
En 2009 era otra la pandemia: el AH1N1 que cobró la vida de más 570 000 personas. Las imágenes de entonces eran similares a las que hoy se observan con el coronavirus. Fui una de las que contrajo la pandemia en Cuba y, por suerte, como otros muchos coterráneos puedo contar la historia. Creí que se trataba de una gripe contraída en algún recodo donde suelo recalar como reportera.
Las fiebres, los dolores articulares y la falta de aire me «automedicaron» la cama y algún que otro cocimiento, contrario a lo que debía hacer. Pero por dicha, el mismo día en que aparecieron los síntomas me rescató de la casa el hombre que nos exigía trabajar duro y profundo. Aquella noche, el amigo y jefe me ayudó a trasegar radiografías y análisis del laboratorio a la consulta de urgencia del capitalino hospital nacional.
Junto a mí, como el hermano que ese día no pude tener cerca, escuchó el dictamen médico que me declaró sospechosa de portar la enfermedad. Se apartó de mí solo cuando me monté en la ambulancia que debía conducirme a buen puerto, con mis achaques y temores.
A las tres de la madrugada, una mujer que solo se volvía mirada maternal me recibió en la institución médica a donde fui conducida, como si fuera pleno día. Mientras me preparaba un aerosol cantaba una canción que jamás identifiqué, pero me pareció la más hermosa del mundo.
Debajo del nasobuco salía una cadencia entrecortada, y que casi estoy segura la improvisó para sacarme del susto aquella madrugada. Al día siguiente supe que la llamaban Charito, al igual que a la otra seño que alternaba con ella las jornadas laborales.
Las Charitos acumulaban más de cuatro lustros como enfermeras. Habían trabajado en campañas tan riesgosas e intensas como la batalla contra el dengue y habían asistido a pacientes que viajaban desde otros países a Cuba para operarse, gracias a los convenios del ALBA.
Por aquellos días los medios internacionales reiteraban en las noticias sobre el efecto Dubái, el cual dejó varados a muchos acreedores por la burbuja inmobiliaria del país árabe. Clara, mi compañera de cuarto, perseguía los musicales, sin que aquello le importara mucho. «Cambiemos el canal, que eso no es para nosotros», decía.
Estaba segura de que aquello no llegaría a la habitación que compartimos durante casi 20 días sin que nada nos faltara, con la asistencia permanente de personas muy profesionales, entre ellas la doctora Victoria Oliva, quien nos controlaba los signos vitales como si fueran los suyos.
Evoco aquella experiencia, porque aún estoy agradecida del modo en que lucharon para que yo no engrosara las estadísticas de los miles que devoró aquella enfermedad en el planeta, incluso en países que no sufrían un bloqueo económico como el que todavía padecemos los cubanos.
Ahora, que todos los días a las nueve de la noche aplaudimos al personal de salud que cuida a los cientos de confirmados con la pandemia en Cuba, y a los que partieron a enarbolar el internacionalismo a otros lares, rememoro a todos los que se esmeraron por mi salud y la de cientos de contagiados en toda la Isla en aquellos días inciertos.
Aunque conversábamos con los rostros casi cubiertos, de alguna manera todos «se quedaron» en sus pacientes, para inmunizarnos contra la amnesia de los desagradecidos. Estos aplausos son para ellos, porque con la misma pasión con la que una vez desafiaron aquellas siglas alevosas, hoy, también, deben estar haciéndolo contra la COVID-19.
Lo realizan igual que muchos médicos jóvenes como la doctora de 28 años de edad, Yanet Yudith Leiva Gómez, quien en uno de los consultorios del capitalino municipio del Cerro, trabaja sin tener un solo día de descanso en estos días aciagos, donde todo esfuerzo es poco.
Quisquillosa como siempre, pero ahora más que nunca, da seguimiento a la salud de 22 ancianos que viven solos. Los orienta, anima y les vigila sus signos vitales «porque la salud de estos viejitos importa tanto como la de otros grupos etarios».
También, 12 viajeros procedentes de distintas partes del mundo permanecieron durante semanas bajo su atención hasta que regresaron a sus países sin signos de contagio. Ni un solo caso de la COVID-19 se reportaba entre los pobladores que ella atiende, y solo dos residentes en el extranjero permanecían en su área de salud.
«La responsabilidad y el altruismo —tablas salvadoras de toda contingencia— serán los antídotos para ganar esta batalla que tiene al planeta en pie de guerra», estima Yanet Yudith, quien dice que los aplausos de cada noche son para ella una expresión tan genuina de cariño, capaces de quitarle el cansancio de estas infinitas jornadas.
El agradecimiento es la memoria del corazón. Por eso tanto gesto altruista debe quedar eternamente en cada latido, y en cambio a tanta entrega darnos porque cada uno de nosotros lleva un potencial de bondad que en tiempos difíciles ha de sacarse a la luz más que nunca como hace nuestro personal de la salud, los que limpian nuestras comunidades o nos proveen de alimentos.