A las personas que denuncian hechos reprochables para alertar a las autoridades, más que solicitarles datos para su localización, se les debe agradecer ese gesto y proceder sin morosidad contra los protagonistas de las infracciones.
Vale, pienso, tanto el gesto de realizar la denuncia a cara limpia como la actuación de alguien que no se identifica, porque puede tener la certeza de que están metiendo a caudales la mano en algún lugar, pero no la prueba.
La cooperación ciudadana anónima con las autoridades para enfrentar los desmanes resulta una práctica de sello internacional.
Lo que sí deviene un invento criollísimo aflora en hacer lo contrario, en otras palabras, solicitar datos personales a quien denuncia telefónicamente sobre alguna fechoría de mayor o menor rango.
Ocurre, por ejemplo, cuando alguien va a alertar a las administraciones de los organismos sobre alguna violación de precios u otros tablazos, y estas le quieren aplicar un formalismo de identificación que de inmediato corta la comunicación.
Transgreden así esa regla de oro sustentada en que, en vez de espantar al posible colaborador con la exigencia de detalles sobre él, hay que atraerlo.
Se llega al colmo de echar a volar palabras confidenciales de lo dicho por fulano o mengano en una verificación sobre tal asunto o persona, incluidos pormenores de lo expresado por alguien que pueden ser reales o no. O anunciar: estamos aquí porque nos llamaron de tal lugar.
Hay prácticas todavía peores en las que intentan hasta esgrimirlo como escudo. Ahí les va una. Resulta que si alguien critica in situ la infracción de determinados precios o sobre que hay mercancías en venta carentes de la cuantía a pagar, inmediatamente el responsable conmina al denunciante a que vaya con él hasta el mostrador donde están metiendo el tablazo.
Ejemplo clásico de quienes rehúyen asumir su responsabilidad, por la cual devengan un sueldo, más estimulación y, a cara limpia, exigen que le muestre, el que viene de afuera, lo que tiene delante de sus narices.
La lógica de esa actuación la apuntala el compadreo. ¿Por qué? Sencillísimo. El hecho de que el cliente lo lleve hasta el puesto de venta del transgresor, le permitirá al garante justificarse después con el vendedor con un «¡compadre!, no me quedó más remedio».
Para defender la trascendencia del actual anónimo, batuqueado por muchos con aquello de que carece del valor moral de decirlo de frente y por eso recurre a las tinieblas, cierro con este razonamiento hecho con clarividencia por una personalidad apegadísima al sentir popular.
Lo dijo, específicamente, en un análisis interno de determinada organización, y no voy a incurrir en la trampa de hacer lo mismo que cuestionan estas líneas, porque esgrimir su nombre quebrantaría la privacidad que tuvo aquel encuentro.
Sus palabras, en esencia, enfatizaron en que le iban a hacer caso a los anónimos, pues la inmensa mayoría resultaban ciertos, y sus protagonistas actuaban así para protegerse de posibles represalias que podían ser, incluso, tan sutiles que pasaran hasta inadvertidas.
Entonces, por favor, dejen que fluya la cooperación ciudadana de frente, como lo hacen muchos, y la otra contra la fechoría, expeditamente, sin ponerle piedras en el camino, pues bien vale todo lo que sea para cerrarle el paso a la inmundicia. Así de lógico, así de sencillo.