Mis amigos son como los sellos: su valor no radica en su antigüedad sino en su rareza. Algo así dice un poema de Mayda Pérez Gallego. En el café Les Amiss, en Holguín, uno lo lee y recuerda a esas personitas tiernas que entran al corazón y ahí quedan, anidadas con nuestras pasiones, miedos e ilusiones.
De vez en cuando el poema me asalta. En la guagua mientras regreso de la universidad, entre los mensajes de Facebook o en el instante de tomar un cafecito y recordar a A, con su manía de ir a Tres Lucías para contarme sus males entre un trago de café y una música bohemia de fondo.
Mis amigos son un amanecer en la beca capitalina de F y 3ra., en el piso 22, con el mar enfrente —como mi querida C y su calma infinita o S y sus consejos de hermana—, pero también son tormenta y rayos y centellas —como D, que me regaña si dejo de escribir; o R, que enciende en mí la pasión por el debate y por no conformarme con una Cuba menos bella— y también son tardes de lluvia y tristeza en las que sale el arcoíris, como aquella vez en la que estaba a punto de rendirme y F, con delicadeza, tocó el punto del alma donde quedaban fuerzas.
O puede ser todo a la vez, amistad, amor, pasión, en un abrazo infinito del muchacho que amo. Mis amigos, como los de Mayda, no se miden por la cantidad de años, meses, días, horas o la cercanía física. Algunos llegaron casi ayer justo antes de echarle una flor a Camilo o en medio de una rotativa antigua donde se piensan estrategias modernas.
¡No importa! Otros ya no están cerca, al alcance de una merienda en la cafetería de la esquina y andan, digamos, de doctorado en Chile o en una misión por Venezuela. Incluso pudieron no conocerme nunca y llegar a mis manos en un libro de poesía y ayudarme a entender mejor mi realidad y, por qué no, a vivirla.