Hace 34 años el planeta se zarandeó con una «noticia» extraordinaria: en la Antártida las radiaciones ultravioletas del sol habían aumentado diez veces y la capa de ozono (03) había disminuido nada menos que un 40 por ciento.
Desde ese momento, las revelaciones sobre este fenómeno han seguido estremeciéndonos. En 1987 se comprobó algo peor: en esa zona del planeta el decrecimiento del 03 llegaba ya a la mitad de su nivel normal. De tal modo, cobró fuerza el término «agujero del ozono», acuñado dos años antes, que hemos repetido hasta hoy, aunque a veces sin entender el dramatismo que esto entraña.
La reducción de esa sustancia en la estratosfera «carboniza» la Tierra, provoca el aumento de enfermedades de la piel —incluyendo el cáncer—, acrecienta los padecimientos respiratorios, cardiovasculares, cerebrales y oftalmológicos. Además, influye en el rendimiento de la agricultura, reduce las utilidades de la pesca, daña los equipos emplazados al aire libre e incide en el calentamiento global, que es clave en el derretimiento glacial y en el consiguiente aumento de los océanos.
Una publicación especializada como Academia (www.academia.edu) señala que las consecuencias de las radiaciones alcanzan el sistema inmunológico del hombre porque hay una mayor exposición a bacterias y virus. Añade que la secuela sobre el plancton marino a largo plazo «trastornará la cadena alimentaria en mares y océanos con efectos ecológicos desastrosos».
Estas letras, claro, no pretenden fomentar un espíritu «catastrofista», sino intentar demostrar la gravedad de un problema de nuestro tiempo, que no deberíamos mirar, como en ocasiones sucede, con distanciamiento y frialdad.
No por azar hace poco, el 16 de septiembre, conmemoramos el Día mundial de la preservación de la capa de ozono, una celebración proclamada en 1994 por la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas para, entre otros objetivos, crear una conciencia universal en pos del cuidado de ese elemento protector del ambiente.
La fecha se instituyó para evocar la redacción del Protocolo de Montreal (1987), que exige el control de unas 100 sustancias químicas dañinas de la capa de 03 y cuyo antecedente había sido el Convenio de Viena, firmado en 1985.
En realidad, la mayor culpa del deterioro de ese manto defensor la tienen varias de las grandes industrias contaminadoras, responsables, desde 1930, de la emisión a gran escala de los clorofluorocarbonos (CFC), los hidroclorofluorocarbonos (HCFC) y de ciertos derivados del bromo, entre otros componentes. Algunos de los elementos destructores del 03 se utilizan en los equipos de refrigeración, los acondicionadores de aire —sobre todo de vehículos—, extintores de incendio, limpiadores de materiales electrónicos, espumas plásticas, aerosoles, etc.
Sin embargo, nunca sería ocioso revisar las prácticas medioambientales desde una postura individual. Alguien que queme desperdicios tóxicos en cualquier lugar estará dañando su propia capa, la de todos. Algo parecido podría escribirse, por ejemplo, de un técnico de refrigeración que incumpla normas técnicas prestablecidas para cuidar la atmósfera.
Aquellos taladores que cercenan árboles indiscriminadamente también están haciendo un favor a ese agujero horrible, que crece, duele y, poco a poco, nos va tapando la vida.
A fin de cuentas la conciencia ecológica no se forma en un solo día, sino en el transcurso de la vida con actos concretos. Ahora mismo la Tierra necesita esas acciones para que sus heridas no sigan creciendo.