Durante una hora estuve sentado en el Paseo del Prado. A la sombra de unos pocos árboles, el aburrimiento hacía a mi mente viajar por los sitios más recónditos. El cansancio me vencía por momentos y daba algún que otro «pestañazo». No sabía cuánto tiempo se prolongaría mi estancia en ese lugar.
Observaba el motivo de la espera: una joya de la enseñanza primaria en Cuba que reabrió sus puertas el 3 de septiembre de 2018. Insertada en el dinamismo de La Habana del siglo XXI, la escuela Rafael María de Mendive se mostraba elegante, bien cuidada por las personas que la concurrían. Sin embargo, no lograba despojarse de sus 154 años de historia.
Vacilaba. Volvía a mirar a mi objetivo. ¡Al fin había llegado el momento de entrar! Del local salían, en caravana, un centenar de turistas extranjeros que, antes que yo, habían venido a visitar la longeva edificación.
No aguardé más. Caminé apresurado hacia la puerta de la institución, precaviendo que ninguna otra multitud se me adelantara. Al llegar me encontré con la recepcionista quien, como si el asunto se tratara de la cola de un consultorio, sonrió y dijo: «Ahora te toca a ti». Me recibieron, entonces, la belleza del edificio y su Directora, dispuesta a darme un «pequeño» recorrido.
No había niños en las aulas, pues transcurría la semana de receso escolar. No obstante, la pizarra aún olía a tiza fresca; pequeños pedazos de pan se exhibían, casi imperceptibles, en el borde de algunas sillas. El ambiente del colegio, lejos de ser diferente a los otros del mismo nivel de enseñanza, permitía percibir el cariño y la humildad que allí prevalecían.
¡Cuánta historia conservada en cada rincón!, cavilé mientras escuchaba detalladamente la explicación de la profesora. En el salón de los matutinos, sobresalía la escultura El maestro y su discípulo, del destacado escultor cubano José Villa Soberón. Como un padre, se observaba a un Mendive junto a su joven pupilo Martí, abrazados en íntima comunión.
De pronto un objeto cautivó mi interés. ¿Es de aquella época?, pregunté por la inmensa escalera del fondo. «Sí, y aunque no permitimos su uso, hoy haremos una excepción», comentó la catedrática y añadió: «Iremos a un lugar especial». Subimos, pues, por los mismos escalones de hierro que utilizaron los estudiantes del entonces Colegio San Pablo.
Llegamos a la tercera planta, pero a simple vista no me daba cuenta. ¿Qué podía haber de interesante en aquellas cuatro aulas aparentemente iguales? Intrigado, como esperando una cosa buena, aguardé a que la paciente mujer encontrara la llave. «Está aquí, ¡Sexto A!», exclamó y se dispuso a abrir la misteriosa sala.
¿Qué era todo aquello? ¿Por qué tantos objetos al estilo del siglo XIX? ¿Por qué las vigas de madera en el techo y el ambiente colonial? Uno no se entera de la magia cuando no observa con los ojos del alma.
Efectivamente, esa era el aula donde estudió José Martí. Y lo especial está en que no se conserva como un museo inmóvil y seco. Sino que, en la habitación, múltiples niños reciben sus clases de lunes a viernes y, como quiso el Apóstol, cultivan un poquito de amor.