«La civilización mercantilista se adueña del mundo de manera impresionante. Todo es mercancía. La belleza, el amor, la fortaleza física… y se va perdiendo la esencia de la relación humana».
Atentamente escucho al Doctor en Ciencias Sicológicas Manuel Calviño, quien accede a mis preguntas, y a la par de su análisis, llueven los puntos en común entre su pensamiento y el mío, y el suyo, y del otro que también lee estas líneas, y se detiene a meditar sobre lo que antes, quizá, nunca le preocupó.
En esta era convulsa, plena de adelantos tecnológicos y de urgencias insaciables, pocos le dedican tiempo al otro, al que está a su lado o al que, aun estando lejos, lo siente cerca. Algunos que peinan canas aseveran que «se acabó el amor; ya no es igual que antes, porque ahora vales si tienes y si no tienes, ni se te tiene en cuenta». Y casi nadie te aplaude una buena acción si detrás no disfrutó de algún beneficio, y muchos son los que impulsan la carrera de un talentoso para también cosechar los éxitos de su esfuerzo.
Pero, ¿qué surgió primero? ¿Qué tipo de vínculo se estableció al comienzo, cuando solo eran dos cuerpos en medio del mundo? ¿Cuál es la relación primera que se establece entre madre e hijo, cuando ya el óvulo es fecundado? «Lo que vincula a los cuerpos desde el primer momento de la vida es el afecto», afirma Calviño, cuando le inquiero.
No pienses que es la simple relación metafísica entre los cuerpos, me precisa. «El ser humano antes de saberse él mismo es él mismo. Ya es un cuerpo sensorial, que no escucha pero oye, no mira pero ve. Progresivamente se va reconociendo como un cuerpo vincular y le urge ese vínculo, y lo busca. Créeme, el cuerpo es irremediablemente inconcluso, perdido y solitario sin afecto».
Sí, le creo. ¿Qué hacemos con la casa ocupada por equipos, muebles, ropas y zapatos? ¿Qué hacemos después de trabajar y trabajar, al volver a esa casa? No tendríamos quizá preocupaciones básicas, si están satisfechas…, pero ¿y después? ¿Cómo se aprende a aplastar ese vacío inmenso? El vacío que tal vez no se ve, pero que roba espacios y se expande, crece y se multiplica.
«Hay una necesidad, un reclamo, una demanda impostergable a volver a ser lo que somos… Ser hijos, madres, padres, hermanos, amigos… No somos caricaturas, somos seres humanos, y esa sensibilidad inherente a esa condición nos la otorga el afecto. Se aprende a ser humano no por la vía cognitiva, cual robot, sino también por las emociones y sentimientos», insiste el profesor de la Universidad de La Habana.
Entonces, tras siglos de revoluciones industriales, económicas, tecnológicas y culturales, ¿qué hace la humanidad con todo ese progreso? ¿Cuán capaces somos de ponerlo al servicio del otro y no en perjuicio del otro? ¿Cuántas leyes del mercado violamos si promovemos otro tipo de mercancía que no se venda, que no se publicite, que no se fabrique como modelo seriado, sino que se regale, se comparta, se ofrezca desinteresadamente?
Supongo que habría que idear aparatos como parte de una tecnología básica, que es la tecnología del afecto. Enseñar a muchos a acercarse, a dejarse querer y querer, a sentir y hacer sentir, a no mirar lo que aquel tiene o lleva puesto, sino a lo que es detrás de eso…
«¿Quieres que te diga algo?», pregunta Calviño. No titubeo en volver a presionar el botón On de la grabación… «La revolución mundial que necesita, demanda y se merece este siglo es la revolución de los afectos. Esa es la que permite que se tiendan manos a desconocidos si la realidad lo impone; es la que ampara todo tipo de acción por el beneficio colectivo; es la que desde el núcleo básico de la sociedad, que es la familia, lo construye todo con los cimientos más firmes. Afectos que revolucionen, eso necesita este planeta».