¿Quién dice que el ruido hace daño? ¿A quién o a quiénes se les ocurre pedir leyes, medidas, acciones, restricciones contra la música alta? Por favor, ¿no se dan cuenta de que esos decibles eliminan el estrés? ¿Que ellos, en sí mismos, son una expresión de alegría, de falta de prejuicios, de hermandad de fronteras y vecindarios, una verdadera invitación a irse al cielo con Lucy y sus diamantes?
Oiga: no me ponga caras cuando termine de leer ese párrafo. Siéntese. Acomódese. No se altere. Y fíjese si es así lo de la hermandad, que la música alta se oye en cualquier parte. En nuestra civilización, es el equivalente de los tambores en las praderas africanas. Es una señal. Una comunicación. Un grito de amistad y unión sonora: Ruidosos de todos los barrios: ¡uníos!
La música alta es incomprendida y nadie se da cuenta de que ella le reporta varias oportunidades a la sociedad. Por ejemplo, eliminar o reducir a los mirones, a los chismosos. ¿O no se ha dado cuenta? Fíjense que cuando alguien anda por ahí con un celular con audífonos no se fija en nada, no mira a nadie, no comenta nada. Sencillamente, está iluminado. Alcanzó el Nirvana.
Pero los decibles también guardan otra ventaja. La de contribuir al crecimiento del Producto Interno Bruto. Sí, no se asombre. A veces la gente mira con mala cara a esos muchachones que andan por la calle con los bafles portátiles. Es una ceguera patrimonial y económica. Porque esos jovenazos son los continuadores de una tradición. La encarnada en aquellos connacionales, también jóvenes en su momento, que andaban vestidos a la moda, con las camisas de Antolín, el Pichón, y una radiograbadora de dos casetes al hombro con sus buenas bocinas a todo volumen.
Entonces, ¿para qué condenarlos? ¿Por qué mirarlos con el ceño fruncido? Si lo que debemos hacer es estimular la venta de los artefactos sonoros y sus accesorios. Bafles en toda su diversidad de marcas y usos; audífonos de todos los colores, modelos y tamaños (tanto de equipo como de oreja); sintetizadores para autos y así oír música en 3D con las ventanillas cerradas y a todo volumen. Radios con celdas fotovoltaicas (oíste Enriquito Iglesias: ¡Súbeme la radio!) para que estén recargados, y la música y la alegría continúe en caso de un apagón.
Seguro estoy de que, con un buen marketing y a precios e impuestos bien ajustados, los parámetros de venta de esos artículos tendrían un buen crecimiento, el cual ayudaría a dinamizar el mercado interno, la circulación mercantil y la rotación de inventarios. Sería un negocio redondo (fifty-fifty, como dicen por ahí) en el que todo el mundo ganaría. Laissez faire, laissez pas: dejar hacer, dejar pasar. Liberalismo económico y auditivo. Adam Smith reciclado en Do mayor.
Eso sí, hay que ser objetivos: esa oda al ruido (no confundir con la de Beethoven) debe tener sus elementos de corrección. Se necesita mayor pluralidad auditiva. Hay mucho reguetón, mucho cantante con vocecita fañosa y adolorida en el éter. Demasiado, y lo que en verdad se necesita es una mayor participación sonora. Todos los cantantes y todas las épocas al mismo tiempo y volumen. Palmas y Cañas con don Omar. El Chacal con Leoni Torres en solitario, pero unidos en la bocina. La salsa con la música disco. El Jilguero de Cienfuegos con Los Beatles. Pimpinella, José José, Nino Bravo y Camilo Sesto con Barbra Streisand, Luis Fonsi y Demi Lovato. Louis Amstrong con Chucho Valdés y Bobby Carcassés. ¡A recogerse!
Y en lo más alto de esas Naciones Unidas auditivas, en la cúspide, en el parnaso, en su trono..., ¿saben a quién? ¿A que no adivinan? A la ópera. ¿Se imaginan en una de esas tertulias de domingo —botella de Coronilla en mano y dominó con fichas bien sonadas sobre la mesa, por supuesto— escuchar de pronto a Freddie Mercury y a Monserrat Caballé cantando Barcelona a todo volumen?
¡Qué alegría! ¡Qué regocijo! ¡Qué realización! Pero qué júbilo mayor sería —lean bien— adivinar el momento y poner las bocinas a todo reventar, y colocárselas en la ventana o en la puerta de la casa a uno de esos amantes del ruido, de la bulla, del caos, cuando quieran estar a solas (porque lo necesitan) para ver si por un instante de sus vidas —aunque solo sea por unos puñeteros minutos—, sufren en carne propia el dolor que injustamente les causan a los demás. ¡Qué felicidad sería! ¿No lo creen?