La señora montó en el ómnibus apretando cuidadosamente contra su pecho una mochila y se acomodó en una esquinita cerca de la segunda puerta. La forma en que acariciaba su carga, el miedo cada vez que alguien se acercaba y su expresión tierna y contrariada, eran claros indicios de que llevaba un animalito escondido… Probablemente enfermo, pensé yo, porque esa ruta pasa por la clínica veterinaria.
Pero no: siguió otras dos paradas, y como me bajé tras ella, la vi sacar con alivio a una chihuahua de ojos muy asustados que gemía y se refugiaba en el antebrazo de su dueña, al parecer contagiada de su visible angustia.
La curiosidad y el amor por los perros me impulsaron a hacerles un cumplido, pero ambas se replegaron, recelosas. Le expliqué mi intención y entonces volcó sobre mí su desconsuelo: «Esta es mi vida, figúrate… La llevo para casa de una amiga porque mordió a un vecinito y el padre me la quiere matar».
«¿Qué hizo el niño?», pregunté, al tanto de cómo funcionan esas cosas, y ella, tal vez aliviada porque alguien creyera en su inocencia, me extendió su joyita con mayor confianza: «Se pasaba la vida atormentándola. Cuando la veía en el pasillo la pateaba y le amarraba cosas ruidosas en el rabito. Ayer la colgó en el aire desde el cuarto piso donde vivo, hasta que una vecina lo obligó a subirla. Por eso Tina lo mordió y corrió a refugiarse en mi apartamento».
«¿Y dices que el padre se enfureció con tu perrita, en lugar de castigar al hijo por torturar a los animales…?», dije molesta, y ella asintió, dándome más detalles: Su criatura, usualmente mansa, reaccionó como fiera al verse acorralada, pero la gente vio al «pobrecito niño» como la víctima y muchos se pusieron de parte del padre, tan abusador como el hijo, incluso dueños de mascotas también martirizadas por el insensible chiquillo.
La mujer optó por huir para evitarle al esposo un conflicto con esa familia, pero sabe que es cuestión de tiempo que algo terrible explote, porque la verdadera victimaria en esos casos es la pésima educación de quienes alardean de su mala conducta en el peor de los lenguajes, sin percatarse del abismo al que arrastran la armonía vecinal.
Yo también me he sentido acorralada en mi propio escenario cotidiano cuando un dependiente le grita a otro todo tipo de palabrotas en mi cara, o si debo bajar a la calle porque alguien se apropió de la acera para su beneficio exclusivo, pero sobre todo cuando me veo obligada a cerrar las ventanas y renunciar a la televisión o a mi labor creativa mientras dura el aquelarre alcohólico de cierto vecino, diestro en lanzar obscenas amenazas a quien ose pedirle moderación o respeto.
Cualquiera hace una fiesta o forma bulla en un juego de dominó; hay un nivel de tolerancia para esas cosas en ciertas fechas razonables… Pero, ¿todos los meses, a todo volumen y con un vocabulario humillante?
En la nueva Constitución se explicita que el espacio común a proteger incluye tanto lo vivo como lo intangible, y es inconcebible que un T-Rex desbordante de belicosa mediocridad imponga su desparpajo al vecindario sin que una voz se alce para apelar a su civismo.
Ciertas conductas, cuando son públicas y descontroladas, rayan en lo que el código penal cubano llama estado peligroso, y hay respuestas categóricas para frenar ese mal en los tribunales antes que desemboque en otros hechos de mayor envergadura.
Entonces, en la práctica, ¿seguiremos huyendo? ¿Renunciaremos a la seguridad y la paz de nuestras moradas? ¿Responderemos a esos desmanes con velados disgustos y latentes tensiones comunales?
Antes de involucrar a las autoridades, yo voto por el entendimiento humano; por apelar a la armonía y negociar los límites. Pero a veces, como Tina, me siento acorralada, y ese vacío bajo mis pies hace subir la adrenalina a mi garganta con unas ganas inmensas de morder, o denunciar, para sobrevivir.