Lo ocurrido en la fábrica de cigarros Ramiro Lavandero, de Ranchuelo, devino una respuesta lógica de los consumidores que ante la mala calidad de su marca Criollo lo dejaron de consumir en gran medida y, consecuentemente, eso ocasionó una afectación económica.
La realidad llegó al extremo de que hubo que paralizar la producción durante un mes entre junio y julio, luego reducir el horario de producción hasta noviembre, y que empezó con dos turnos de ocho horas.
Paralelamente se redujo la fuerza laboral contratada, desactivaron máquinas ineficientes, a la vez que intensificaron el mantenimiento en el resto de la infraestructura destinada a la elaboración.
El origen resultó la acumulación de importantes cantidades de cigarros Criollo durante más de un año en los almacenes de las empresas encargadas de la comercialización, por su escasa venta.
La médula de esa circunstancia, más allá de problemas que influyeron en el deterioro de la confección, está básicamente en la infraestructura obsoleta de la fábrica y, como si fuera poco, desprovista de piezas de repuesto que funcionan, en gran medida, gracias a los innovadores.
Para tratar de sobrepasar ese trance se llegó a la conclusión de dejar de fabricar el Criollo, medida comprensible por la pésima fama que tenía, y volver de nuevo a la marca Popular, con la utilización de una picadura de tabaco de mayor calidad y un riguroso seguimiento de los parámetros de calidad.
En realidad lo que pide a gritos desde hace rato la Ramiro Lavandero, la emblemática fábrica que lleva años languideciendo, resulta un cambio tecnológico de raíz.
Hay que reconocer que el problema con la calidad de la producción tampoco tiene el sello del ayer, aunque fue ahora cuando hizo la peor crisis. ¿Por qué? Simplemente por la variedad de cigarrillos que existen en el mercado, liderados por su calidad por los de la empresa mixta BrasCuba y el Criollo de Holguín.
Cuando hay dónde escoger un producto a igual precio o, incluso, un poco más caro, el de mejores virtudes se impone.
La variedad de una misma oferta es una importantísima protección al consumidor en cualquier mercado sin necesidad de tener que recurrir a ejércitos de inspectores que, en definitiva, al menos en nuestra geografía no han podido evitar del todo los desmanes en la elaboración.
Para vender, en última instancia, el de menor cualidad tiene que cotizarse a una cuantía más baja; si no inexorablemente quiebra.
Muchos ejemplos se pueden poner de mercancías que a pesar de una cotización alta en moneda nacional carecen de una adecuada calidad sin que ocurra nada.
Salva a los productos el hecho de que el consumidor, sin otra alternativa para donde virarse, porque el bolsillo no le alcanza para más, termina adquiriéndolos estén buenos, regulares o malos.
Para colmo, si un inspector impone una multa debido a que una mercancía, aunque apta para ingerir, carece de los parámetros establecidos, continúa su venta al precio original.
Más claro ni el agua. Esa regla protege realmente a la empresa comercializadora y al fabricante, pues la insuficiente calidad por adulteración o desatinos en la elaboración jamás les causa pérdidas económicas. Los clientes increíblemente les sufragan las chapucerías o las triquiñuelas que se realizan con fines de lucro en la red comercial.
Otro gallo cantaría si el inspector, además de la imposición de una multa o medida disciplinaria de más envergadura, de inmediato decretara una reducción en el precio de venta, lo que implicaría una merma en las ganancias y una inevitable afectación económica al proveedor y comercializador.
¿Qué pasaría, por ejemplo, si los embutidos, el puré de tomate, las mayonesas, los quesos, los dulces, las galletas, y hasta los chícharos… comercializados en cuc se vendieran a un precio más asequible a las grandes mayorías o a igual valor que el resto de los vendidos en moneda nacional?
Obvio, se dispararía la compra de aquellos de mayor calidad y el resto sufrirían una descomercialización, lo cual obligaría, irremediablemente, a mejorarlos o disminuir su precio. O quebrarían los fabricantes.
El desvarío tampoco está en que haya mercancías de élite que cuesten muchísimo más, sino en que las que están al alcance de los bolsillos de las grandes mayorías tengan la debida calidad.
Si hacía falta un botón de muestra para remarcar la vital trascendencia que juega la variedad en la protección del consumidor, el de la fábrica de cigarro villaclareña resulta contundente, y sería bueno que los encargados de abastecer los mercados se miraran en ese espejo, porque también su día tiene que acabar de llegarles. Tiempo al tiempo.