Acaso lo mejor de ellos es que te hablan diáfano y directo, que miran a los ojos con viveza y que han pasado su existencia en la humildad suprema, sin darse «bombo y platillo».
Viven cerca entre sí, a la vera de la carretera que conduce al Caney de Las Mercedes, en el municipio granmense de Bartolomé Masó. Sus casas no están pobladas de oropeles, aunque sí de anécdotas que hacen reír... o llorar.
Al mirarlos, con tanto surco en la piel, con la modestia atravesándoles la ropa y el gesto, uno repara en que debieron merecer mejor suerte, más reconocimiento, una cumbre mayor. Que no basta con una hermosa gala-homenaje ni con un spot televisivo, aunque cosas así siempre se agradecen.
Nunca fueron músicos refinados, pero el hecho de sumarse a la rebeldía contra el régimen de Batista con sus guitarras o las claves y de cantar bajo las balas, merece la reverencia, la evocación constante.
Sesenta años después del primer «concierto», aquel 14 de mayo, los integrantes del Quinteto Rebelde siguen vistiéndose de verde olivo, mantienen el mismo «tumbaíto» de entonces, y prosiguen entonando iguales canciones-parodias, que espueleaban a los barbudos en medio del combate.
Ahora cualquiera las escucha, con la voz del veterano Rubén La O: «Procura respetar al Che Guevara...» y se pregunta con qué magia del monte o de la tierra esas cuerdas vocales permanecieron casi intactas. Y vienen a la mente las batallas, El Jigüe, los morterazos cerca.
«No podemos decir que nunca tuvimos miedo», expresan y se ríen de los temblores que son lógicos en toda guerra.
Ya no está Juan Medina, uno de los horcones del grupo, el padre que dio diez retoños. Mas, por fortuna, Alejandro, Alcibiades y Eugenio Medina Muñoz siguieron sus pasos, tocando desinteresada y rebeldemente en actos mayores o menores.
El último de ellos supo retornar a la vida después de un infarto cerebral; es como el historiador de todos. Tenía 16 años cuando surgió el Quinteto —que luego agregó otro integrante y siguió llamándose como el primer día— y se recuerda de incontables pormenores: desde la jornada en que el Líder de la Revolución los convocó para atacar psicológicamente al enemigo hasta los más de 20 años disgregados para luego volver a unirse, en 1981, cuando actuaron en la apertura del campamento de pioneros exploradores de Santo Domingo.
«Todavía damos lucha», dice, y al hacer la retrospectiva recuerda un episodio varias veces repetido, pero siempre provocador de la risa: «Estábamos ansiosos por entrar en la pelea y como Fidel nos había dicho que íbamos a usar el arma ideológica empezamos a imaginarnos una ametralladora potente, con un peine grande. Nunca usamos ni un revólver. Solo al paso de los años, cuando pudimos estudiar algo, nos dimos cuenta del arma de la que nos hablaba el Comandante».
Son una familia en varios sentidos, porque este grupo desafiador de truenos lo completan Alcides, hermano de Rubén; y Damián, sobrino de los Medina.
Mirándolos, surge la pregunta: ¿Qué pasará cuando se vayan? ¿Vendrán otros con esa misma disposición de ayudar con armas potentes e invisibles?
Bien se sabe que la humildad no rebosa muchos de nuestros predios, aunque uno siempre trata de responderse con optimismo. Ya al menos ellos están intentando preparar a niños que vocalicen sus canciones como símbolo de relevo.
Viéndolos, se llega a la certeza de que la vida es remplazo y cambio, pero que, asimismo, resulta transcendental no dejar morir los símbolos como ese que habita más allá de la música y la luz del Quinteto Rebelde.