Ella, de ocho años, y su madre, de 36, se subieron a aquel carro que, aunque no llevaba el cartel de taxi, las llevaría por la ruta habitual rumbo al Parque Central. Otros pasajeros teníamos el mismo destino, y tal vez la misma prisa por llegar.
Sin embargo, a dos de no-sotros nos invadió el temor de un posible accidente de tránsito al ver que el chofer, en abierta conversación con el conductor de otro auto, se mantenía distraído. Además, los dos hicieron una parada en un servicentro Cupet y cuando vimos que el nuestro regresaba al volante con tres latas de cerveza —una de ellas ya abierta— preferimos bajarnos.
Días después supe, casualmente, que aquella pequeña de ocho años, estudiante de un centro escolar en el que trabaja una amiga mía, quedó huérfana porque su madre, de 36 años, murió en un accidente en la vía.
«Me salvé», pensé al instante, aunque sé que para todos ya existe un día señalado, y quizá ese no era el mío. Pero aun así, lo importante es que temí lo previsible, y actué a tiempo. Lo que más me preocupa, sin embargo, es que no siempre pueda hacer lo mismo, y otras personas tampoco.
Si aquellas seis personas que fallecieron luego del siniestro que tuvo lugar en el kilómetro 268 de la Autopista Nacional, próximo al entronque de la carretera a Manicaragua, en Villa Clara, hubieran imaginado que sus vidas corrían peligro horas antes del Día del amor y la amistad, sé que hubieran evitado a toda costa estar en el lugar en el que el auto chocó con un camión.
Un día después, en el kilómetro 484 de la Carretera Central, 35 personas resultaron heridas y seis de ellas necesitaron hospitalización, luego del accidente provocado cuando una guagua Yutong se volcó en la vía, en su ruta desde Santiago de Cuba hasta La Habana. No hubieran estado allí, en ese ómnibus, por muy apuradas que estuvieran por llegar a la capital, si hubieran podido prever algo similar.
Apenas suman 72 horas entre el primero de los accidentes que menciono y este último, acontecido en la bajada de la Gran Piedra, en Santiago de Cuba, en el que también se registró un número significativo de lesionados, incapaces de imaginar lo que les sucedería.
Y es que ninguno de estos sucesos —y otros que vemos a menudo en cualquier intersección de la ciudad— puede imaginarse o, mejor dicho, ni pensamos en ello. Ni siquiera cuando vamos a trasladarnos en un vehículo de transportación masiva nos preocupamos por la altura de las barandas (si las tiene), el estado del sistema de frenos y otros requisitos elementales para su función. Nos subimos a bordo de un conocido «almendrón», que incluso puede exhibir el sello otorgado luego de la inspección conocida por «somatón», y aunque escuchemos ruidos raros y nos percatemos de un actuar medio alocado en su conducción, no reparamos en que algo fatal puede suceder porque nos interesa más llegar a nuestro destino.
Y si el chofer ingiere bebidas alcohólicas, o si tiene instalada una pantallita con la reproducción constante de videos, o si aquel compite con el otro, o si el conductor del vehículo en el que vamos irrespeta la luz roja del semáforo, o si la velocidad es excesiva… ¿no podemos prever que algo sucederá? ¿Acaso no lo pueden presentir los mismos que manejan?
Lo triste es que, aunque muchos peatones también caminan con los pies en la tierra pero con la cabeza en las nubes, no son pocos los conductores que incurren con frecuencia en violaciones de la Ley 109 Código de Seguridad Vial. No respetan el derecho de vía, de-satienden el semáforo, se entretienen con celulares y conversaciones, toman alcohol, compiten contra el tiempo…
Se quejan, como todos, del mal estado de algunas vías y aluden que, aunque el vehículo no tenga las mejores condiciones técnicas, «hay que seguir pa’lante porque de todos modos hay que ser millonario para tenerlas». Y ahí están las clases de Seguridad Vial, obligatorias para obtener la licencia de conducción, y están las sanciones explícitas en la legislación para quien las infrinja, pero al final, los accidentes siguen engrosando listas, y no creo que si el asfalto esté mejor, se maneje con más cuidado.
La muerte no se puede predecir en fecha exacta, pero deberíamos en primer lugar ser más cautelosos antes de achacarle la culpa a otros, porque la insensatez sigue robándose vidas, y no las devuelve.