¿Qué es lo más importante en una sociedad moderna e interconectada: la prevalencia de un amplio sistema de propiedad pública de los medios o la confianza de los destinatarios? ¿El tipo de propiedad de los medios garantiza de por sí la tan disputada credibilidad? Estas, como otras, están entre las preguntas que debemos hacernos en la Cuba que inició el camino hacia la actualización de su modelo de socialismo.
O tal vez debería formularse de otra manera la interrogante: ¿Garantiza el monopolio de la propiedad pública de los medios, el de la credibilidad, el de las influencias, el de la autoridad?
El grado de exposición pública e información existentes en la actualidad requiere que el discurso, para ser efectivo, se legitime a sí mismo ante la opinión pública.
El Doctor en Ciencias de la Comunicación Julio García Luis sostenía que, desde luego, hay monopolios sobre el discurso mediático, grandes monopolios, parte de una grotesca tiranía, con diferentes escalas, locales, regionales, mundial; pero estos subsisten por su aparente porosidad, por su capacidad para mimetizarse, por su fingida independencia del poder real. Lo difícil, por el contrario, sería hoy un monopolio de pretensiones herméticas como los ya conocidos.
Agregaba que la ideología, realizada o no por medio del discurso, es lo que permite percibir el mundo —con cristales deformantes o con nitidez—; es lo que permite organizar el poder y el ejercicio de la hegemonía, y es lo que da la capacidad de control sobre los factores de la sociedad.
En el caso cubano, afirmaba, ese control no puede sustentarse en el engaño, en la manipulación de símbolos, sino en la adecuada información, interpretación, persuasión y convencimiento de la gran mayoría protagónica, en definitiva, del público.
Las redes sociales, el periodismo ciudadano, entre otros fenómenos, están cambiando radicalmente las formas tradicionales en las que se conformaba la llamada opinión pública y los consensos.
Así que otras preguntas que debemos hacernos son ¿cómo se construyen los consensos en la sociedad de la información en la que nos adentramos inexorablemente?, ¿qué papel desempeña el periodismo en la construcción de una auténtica y creíble hegemonía de la ideología revolucionaria? ¿Cómo los sistemas de comunicación pueden apropiarse de las nuevas herramientas para avanzar hacia formas más democráticas y participativas? ¿Cómo garantizar mayor autoridad y ascendencia ante los públicos, que tienden a atomizarse?
Lo cierto es que el sistema de comunicación pública de Cuba está desafiado por replantearse su autoridad ante los públicos, en base a lo único que la garantiza: la credibilidad; algo solo posible no solo con un cambio en el modelo de prensa, sino de todo el modelo comunicacional de la sociedad, y con una concepción verdaderamente revolucionaria que ubique a la prensa como parte de las formas de control popular.
Las indagaciones de los últimos años demuestran que esa endeblez estructural tiene diversas dimensiones, y por lo tanto de lo que se trata en la nueva coyuntura es de plantearse un cambio estructural, como quedó fundamentado en el último congreso de la Unión de Periodistas y en sucesivos encuentros profesionales y políticos.
Para superar esas tendencias tenemos, además de profesionales capacitados, la fortaleza de una tradición periodística y revolucionaria sedimentada por la más honda vocación de servicio, heredada de los fundadores de la nación, entre ellos el padre Félix Varela, quien al abordar la función y el alcance del periodismo apuntó: «Yo renuncio al placer de ser aplaudido por la satisfacción de ser útil a la patria». Su genial y fiel seguidor José Martí consideraba que la prensa debía ser el can guardador de la casa patria: «Debe desobedecer los apetitos del bien personal, y atender imparcialmente al bien público».
Ese legado debería servir también para los acostumbrados a la apología, los silencios y torceduras que nunca faltaron en el complejo camino de la construcción del socialismo.
Hay razones básicas para considerar la inviabilidad de que continuemos con el modelo de periodismo de dependencia institucional y de reafirmación que como regla prevaleció hasta hoy, y crezcamos hacia otro de confrontación de las mejores ideas revolucionarias.
El periodismo verticalista y de reafirmación, si bien permitió fraguar los grandes consensos que demandó el país frente a la agresividad de los Gobiernos norteamericanos, y a estructurar un modelo de sociedad para unas condiciones históricas muy concretas, distorsionó las funciones de contrapeso y equilibrio de los medios, que ocurrió a la par de la de otras estructuras de confrontación democrática del país.
Esto ocurre cuando la Revolución actualiza su modelo económico, como el primer paso hacia graduales transformaciones, sobre las cuales, como ya hacemos —no sin dificultades e incomprensiones—, nos corresponde la responsabilidad histórica de ayudar a crear los necesarios consensos políticos y la vigilancia profesional, para evitar que se distorsionen sus alcances.
No podemos ignorar que la Revolución está a punto de adentrarse en su más dura prueba de fuego: el relevo de la generación histórica, mientras los medios cubanos cedemos gradual, aunque inexorablemente, el monopolio de las influencias, como resultado del auge de las nuevas tecnologías.
En este reajuste la prensa pública cubana debe tener el camino expedito para apoyar el debate cívico y el contragolpe revolucionario.