Levanto las dos manos por el panfleto. Y las alzo por una razón: el panfleto no puede ser el término peyorativo, hiriente, que se endilga a todo texto que defiende una causa, un proyecto, una condición, escrito con palabras claras, asequibles, democráticas, incluso apasionadas. Más bien ese texto puede ser llamado panfleto o calificado de panfletario, pero como indicio de excelente calidad periodística o literaria.
Me explico. El nombre o título de panfleto, en pureza crítica, no implica forzosamente lenguaje soez, miseria ideológica, ni bajuna hechura. Todo lo contrario, ese nombre pertenece a un género al que no dudo en encasillar entre los estantes de la literatura y, por tanto, como portador de una naturaleza cualitativa que nadie descalificará ateniéndose solo a una supuesta miseria esencial del panfleto. Porque —sean precisados ya los extremos de la discusión— existe buen panfleto y también mal panfleto, como mala novela y buena novela, buena poesía y mala poesía, aunque con la salvedad de que la carencia de aciertos en cada uno de esos moldes literarios, ya les impide ser lo que no demuestran.
Sabemos que el pamphlet inglés —texto, en el siglo XIV, menor que los entonces usuales manuscritos— se desplazó al español con el sentido de enunciado breve, ofensivo y, a veces, difamatorio. Pero María Moliner, en un diccionario que García Márquez le encomió, añade la acepción que hoy defiendo un tanto panfletariamente: «Folleto u hoja de propaganda política o de ideas de cualquier clase».
El panfleto es la envoltura de la polémica. El documento concebido bajo los carbones de la pasión, entre fervores partidistas, a favor o en contra de una idea o un acto. Qué hacía, si no, Fray Bartolomé de las Casas cuando defendía gallardamente a los aborígenes americanos de la explotación colonial y se enfrascaba en una polémica con políticos y teólogos del Reino, aduciendo ardientes argumentos a favor del alma humana de taínos y siboneyes en Las Antillas, y en contra de su esclavización. El fraile «panfletaba» —reclamo la invención del verbo—, y si fuéramos a determinar en estas líneas una somera periodización de las letras hispanoamericanas, habría que sostener que con La destrucción de las Indias, del más tarde obispo de Chiapas, comenzó la literatura panfletaria en este lado del Atlántico.
Es la misma tendencia que siglos después seguirá José Martí, uno de los estilos renovadores de la prosa española en el XIX. Leamos Vindicación de Cuba, artículo que responde a ofensas contra los cubanos aparecidas en un periódico de Filadelfia, y tocaremos el estilo candente de un luchador social que, arrebatado por el amor a su país y a las ideas de emancipación e independencia, abofetea con limpieza al que osó denigrar al pueblo de Cuba. Panfleto hace Martí en ese texto y en muchos otros que integran las tres decenas de abultados tomos de sus Obras Completas.
Honrosa, útil literatura de la polémica. Apasionada, filosa esgrima del intelecto. Cuantos sostienen prejuicios contra el panfleto se sorprenderían si repararan en que fue género de reconocidos escritores. ¿Admitirán que Los Miserables, la novela emblemática de ese «monstruo» llamado Víctor Hugo, es un panfleto? ¿O Utopía, de Tomás Moro? ¿O Jerusalén liberada, de Tasso? ¿O Anticristo, de Nietzsche? ¿O Yo acuso, de Zola? ¿O El desesperado, de León Bloy? ¿O mucha poesía de Lope de Vega, Quevedo, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, los ensayos de Unamuno? ¿O, incluso, hasta las epístolas de Pablo de Tarso? ¿O Vida de Cristo, de Papini? ¿Y qué de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha?
No me acusen de liberar el freno de la imaginación. Todavía el calor no nos impulsa a descamisarnos: la temperatura aún nos trata benignamente. Por lo tanto, la desmesura criolla no me obliga a desmandarme. El panfleto está ligado a la lucha de las ideas, a la predicación, el proselitismo, el partidismo en la literatura. Y toda la discusión puede centrarse en que a veces se escribe un panfleto indigno de sus funciones. Y entonces ya no sería panfleto, sino «despanfleto» o «antipanfleto». En Cuba, que es la ciencia que más conozco, cierta tendencia llama «teque» a los textos cuya sustancia es la política revolucionaria. Déjate de «teque», dicen algunos cuando leen u oyen algo atinente a nuestra vida, nuestros sueños, nuestros fracasos, en fin y nuestra Revolución. Y yo, que de ello he escrito, no los culpo. Porque una vez empezaron a rechazar los temas políticos o revolucionarios expresados repetitiva y anémicamente, sin calor ni convicción, aventados de lugares comunes, escasos de sugerencias y ahítos de evidencias. El problema radica en que identificaron «el teque» con todo lo relativo al discurso revolucionario, tan vital para nosotros.
Advierto, pues, que no seamos injustos con el panfleto. Ni menospreciándolo por su tono ardiente, por su estilo claro, llamado a las mayorías. Ni tampoco irrespetándolo con una factura indigna, nutrida por insultos y argumentos sin sostén racional. De paso, he de decir que los textos sesudos, académicos, son necesarios, aunque solo, por su lenguaje especializado, pocos lectores los atiendan y entiendan. La obra magna de Carlos Marx —El Capital— resulta una aventura lenta y complicada cuando uno se adentra en su enjundiosa ciencia. Y no por ello hemos de prescindir de ese libro capital. Pero, a veces —y no es el caso de Marx— algunos de esos textos que abordan la sociedad y sus problemas con el instrumental científico repelen la lectura, porque están torpemente escritos. Dicen que el filósofo Kant se excede de abstruso, enrevesado. Y algún especialista asegura que es por su profundidad. A mi parecer, Kant escribía mal; echaba el torrente de sus ideas en un estilo llamado «de baúl» por Jorge Luis Borges y que yo, humilde, sabichoso periodista llamo «de bolsa», esto es, todo el contenido mezclado en larguísimas oraciones que llevan dentro de sí muchas más oraciones largas. La claridad en lo escrito, más que de palabras, deriva en un problema de sintaxis.
Y termino mi panfleto a favor del panfleto. Y a mucha honra.
(Tomado de Cubaperiodistas)