Allá en mi barrio natal de la provincia de Holguín, Mangue Consuegra —o sin ella, pues fue un tipo indigno de cualquier manera— era para Benjamín Salatodo lo que es hoy el senador Marco Rubio para el insoportable Donald Trump; es decir, un perfecto buquenque, usando un término bien cubano.
Benjamín tenía bastante dinero, fue garrotero durante largos años y esquilmó a numerosos vecinos, gracias a lo cual amasó una fortuna nada despreciable, que le servía para comprar favores y agilizar trámites en aquellos lugares donde determinados funcionarios habían colgado el cartelito de «se vende», en el sitio en que antes exhibían el honorable letrero de la dignidad.
Mangue, también conocido como el «guatacón supremo» no se le despegaba mucho a su adorado paradigma, a pesar de que era evidente el desprecio que muchas veces recibía, como suele suceder en este tipo de relación interpersonal. No había un debate o una comparecencia pública de Benjamín, ya fuera en la barbería de Clemente o en las asambleas de vecinos, donde Consuegra no metiera la cuchara para apoyarlo ciegamente, haciendo constantemente el ridículo. Una vez Salatodo la emprendió con la enfermera del consultorio del médico de la familia, por la útil insistencia de esta última en favor de que las hijas del susodicho se realizaran la prueba citológica —que en Cuba es parte de un programa gratuito de prevención del cáncer, como muchos otros que el Estado promueve—, y el hombre le vociferó una sarta de estupideces y allá fue Mangue a respaldarlo, con su ignorancia supina: «No, señorita, acá el compañero tiene razón. No se puede obligar a la gente. Ni ellas se lo harán ni yo tampoco, para que ni me insista».
En otra ocasión que se recuerda con notoriedad, el guatacón se quedó dormido en medio de un debate que se sostenía ante las quejas vertidas por Benjamín en contra de los perritos que algunos muchachos del barrio criaban y que, de vez en cuando, se colaban en el patio del garrotero. Mangue había querido hablar dos o tres veces, con seguridad para respaldar al quejoso, pero al no dársele la palabra cayó en brazos de Morfeo y luego despertó con ese susto que provoca saberse dormido en plena reunión. De inmediato, e impulsado por su manía guatacona, desembuchó la idea que había maquinado sobre la solución con los perros que molestaban a Salatodo: «que los envenenen, que los envenenen a todos, son un asco y una molestia en las colas y en el parque». Los presentes casi lo matan, si tenemos en cuenta que al despertar ya no se hablaba de los canes, sino de los jubilados.
Cuando Mangue enfermó y entró en desgracia, fueron los vecinos más humildes los que le tendieron la mano, y Benjamín nunca pasó a visitarlo, típico de gente poderosa a quienes solo le sirves cuando le sirves.