El año que termina suele despedirse en medio del bullicio, sobre todo para los jóvenes. La música y el baile dominan el ambiente. Una tradición ya perdida representaba con la quema simbólica de un muñeco la despedida del año viejo en el momento de acoger el recomienzo de un calendario.
En un país donde buena parte de los pobladores sobrepasan la media rueda, son muchos los que permanecen en el espacio más íntimo del hogar. Allí, junto al televisor, esperan las 12 campanadas y el anuncio ritual del año que está naciendo, acaso nostálgicos del ritmo de otrora, portadores de antiguas remembranzas.
Ante el desafío de la página en blanco, me aparto del estruendo general. El forzoso descanso me induce a un paréntesis reflexivo volcado siempre hacia la perspectiva del mañana inminente.
Abundante en efemérides, el 2018 nace bajo el signo del sesquicentenario de nuestra primera guerra de independencia. En el contexto actual, la conmemoración adquiere capital importancia. No podrá reducirse al recuento formal de los hechos acontecidos en aquel entonces. Convoca a una reflexión renovada acerca del vínculo entre cultura, nación y proyecto social.
Así ocurrió, no podemos olvidarlo, en el centenario de Demajagua. Situado en la perspectiva de un proceso histórico centrado en raíces coloniales y neocoloniales, Fidel trazaba la línea de continuidad entre el «ellos entonces» y el «nosotros ahora» teniendo en cuenta las contradicciones fundamentales que configuraron cada época. El patriciado criollo disponía de información actualizada sobre las ideas más avanzadas de su tiempo en el campo de la filosofía, la economía y la pedagogía. Los próceres más destacados tenían conciencia lúcida de las realidades del país. Para afrontarlas, no bastaba con desplazar un poder metropolitano anacrónico. Céspedes lo entendió así cuando, en gesto simbólico, concedió la libertad a sus esclavos el 10 de octubre. Fragua de cubanía esencial, la guerra ofreció oportunidades y protagonismo a figuras procedentes de las capas más humildes de la sociedad. Modesto agricultor dominicano, Máximo Gómez demostró su talento de estratega militar. En Baraguá, Arsenio Martínez Campos tuvo que parlamentar con Antonio Maceo.
En términos culturales hay territorios insuficientemente explorados. Conocemos el recuento épico de los grandes combates y el poder decisivo de las cargas al machete, instrumento de trabajo de los cortadores de caña devenido arma de raigambre popular que sembraba el terror entre los artilleros. No nos hemos detenido tanto en las duras condiciones del vivir cotidiano de los campamentos mambises, donde faltaron ropas, calzados, alimentos, medicinas para atender a heridos y enfermos. En esas condiciones, hubo que aprender a subsistir con recursos venidos, acaso, de una subyacente cultura del cimarronaje.
Las carencias materiales, los conflictos surgidos en el proceso, los errores y las injusticias cometidos pusieron a prueba la reciedumbre moral de los hombres y las mujeres que participaron en un batallar de diez años. Crecido en refinadísimos ambientes en Cuba y en otros países, acostumbrado a sujetar el cigarro con tenacillas de oro, Carlos Manuel de Céspedes ofrendó a la independencia lo más entrañable de su familia.
Depuesto de su cargo de presidente, abandonado por todos, conoció la miseria extrema en su refugio de San Lorenzo. A pesar de tanta amargura, mantuvo su fidelidad a la causa que lo había inspirado. Ese paradigma ético subyace como rasgo esencial de nuestra cultura. Se expresa en la conducta de quienes supieron tomar las armas en el momento necesario y en quienes asumieron su papel desde la enseñanza, el pensamiento y la creación artística. Entre todos, construyeron un imaginario en lo más profundo de un pueblo que sobrevivió a lo largo de una república neocolonial y corrupta hasta asumir, con plena conciencia, los grandes desafíos planteados por la Revolución.
Bajo el auspicio del sesquicentenario de la Guerra de los Diez Años, el año que comienza habrá de proyectarse hacia una relectura integradora de nuestra tradición cultural, entendida en su sentido más amplio como portadora de valores, costumbres, modos de vivir y también en aquel otro, centrado en las manifestaciones artísticas y literarias. No es tarea que incumbe tan solo a los organismos especializados. El empeño habrá de recorrer transversalmente la sociedad toda. Incluye la acción de los medios de mayor alcance masivo, la educación y el trabajo cotidiano a nivel de la comunidad.
En su marcha de Oriente hacia Occidente durante la Guerra del 95 el Ejército mambí se convirtió en fuerza unificadora del país. Rompió así la dramática fragmentación que lastró la contienda de los diez años. El concepto de patria adquirió su dimensión concreta en tanto columna vertebral de una historia común. Sin embargo, la vocación unitaria no puede considerarse sinónimo de indeseable homogeneidad. La diversidad es fuente de riqueza cultural. Contiene el germen de insospechadas potencialidades de desarrollo y también el lastre de zonas oscuras de la herencia revivida, tales como el racismo, el machismo y las expresiones de violencia asociadas a la indisciplina social.
Revisitar la historia y examinar en profundidad lo que somos, teniendo en cuenta la complejidad del panorama contemporáneo, constituye un reto impostergable. Sería erróneo hacerlo con estrecha mirada aldeana. Aunque rodeada de agua por todas partes, paradójicamente, Cuba nunca ha sido una isla. Desde que fue reconocida como llave del nuevo mundo y antemural de las Indias Occidentales, estuvo sujeta a la codicia de los imperios de entonces. Después del triunfo de la Revolución, su mensaje anticolonial y anticapitalista empezó a escucharse en el mundo. Ahora, el dominio del capital financiero opera sobre las conciencias a través de la cultura. Por eso, la batalla económica anda aparejada a la que nos toca librar en el plano de las ideas. En ese terreno, no podemos trasplantar modelos. Con esa tarea de gigantes ante nosotros, habremos de recibir el inminente 2018.