Diciembre trae un regusto de niñez; el recuerdo tibio de las madrugadas frías cuando nos tapábamos, tanto con la colcha como con la seguridad de papá y mamá. En esa etapa diciembre no nos inquietaba como el último tramo de un año. Un año más significaba entonces un acercarse a «ser grande», andar y ver a nuestro antojo. La juventud parecía prometer todo. ¡Y tanto demoraba!
La infancia, constante esperar. Qué distante el tiempo, cuán lejano el fin que ni siquiera nos deteníamos a considerar que pasábamos por el más prometedor lapso de la existencia. ¡La niñez! Riacho subterráneo que saldrá a la superficie de nuestra memoria cuando ya solo traiga la nostalgia. Y diciembre nos aviva la morriña, como decía mi abuela gallega, en los colores ensombrecidos de nuestro presuntuoso invierno, y en las costumbres de las fiestas familiares, aun sentados a mesa de pobres, de humildad pueblerina.
A muchos niños de aquellos años, la humildad y la pobreza nos cifraron sentimientos de rechazo al lujo, y a la prepotencia que se atrinchera en el ejercer las diferencias y la indiferencia.
Mas, por momentos, hoy, la humildad cabe en el símbolo de la señal de tránsito que advierte: Por aquí no se pasa. Tanto se la teme que quizá pocos acepten asumir el crédito bochornoso de ser humildes, salvo en las autobiografías que nos exigen para aspirar a un crédito político, u optar por un premio: «Nací en el seno de un hogar humilde…». Nos enaltece haber nacido en casa humilde, pobre y honrada, no ser humildes, porque entonces la relación es diversa, casi opuesta. El diccionario carga con un volumen de culpa en esa fobia. Entre las tres o cuatro acepciones de humildad, la mayoría nos fijamos en la última: esa que nos remite a sumisión.
Nadie opta, en justicia, por la servidumbre. Y, por tanto, la humildad nos suena, sin mucha reflexión, como una virtud maldita. Otros, en cambio, podrían creer en la superioridad innata de un hombre sobre otros semejantes, incluso sobre otras criaturas. Pero lo humano implica solo la facultad de mejorar partiendo «humildemente» de nuestra falible condición. En este análisis la humildad se asienta como un trampolín para admitir que humano y humilde provienen de humus, en latín, y que humus es tierra, barro. Es eso lo más sabio, pues: reconocer nuestra poquedad, como garantía para crecer y afianzarnos como hombres y mujeres en sociedad.
Si no fuera cursi, recordaría alguna lectura de mis días adolescentes y dijera cuán sublime es el aroma de la apenas advertida violeta. He querido esclarecer estas ideas. Teorías revolucionarias aparte, sociología aparte, permanezco entre los que estiman que el planeta se disuelve en el caos por falta de humildad, de claridad acerca de los valores y desvalores ingénitos de nuestra especie.
Todo lo que tiene fin es breve, ha dicho un poeta. Y me parece también razonable que, además de breve, sea imperfecto. Nos hemos creído la historia del animal racional y por tanto superior. Sí. Las evidencias atestiguan que creerla resulta válido: ¿Quién como nosotros? Pero esa aptitud natural tiene que afincarse en la actitud de que es una superioridad latente, parcial, signada por la muerte, supremo símbolo de la fragilidad de los individuos.
Quizá algún día, por efecto de la misma soberbia a la que unos apuestan sus ilusiones, nuestra especie afrontará la desaparición que hoy ciertas profecías científicas prevén.
Ante lo posible, la humildad nos asistiría como especie, si nos percatáramos de que la vida racional nos encarga ser los conservadores de la Tierra, y algo más del universo. Pero la humildad se escurre por momentos entre la casaca de la arrogancia. Quién como nosotros, pregonamos alzando nuestra lengua como sable llameante. A veces nos detestamos unos a los otros. Nos maltratamos. Amar al otro es un acto de humildad que pocos acometemos. Y el mundo se nos deslava, porque algunos somos aun menos capaces de apreciar a criaturas inferiores: al árbol, que crece y a veces nos estorba para ver el paisaje o nos obliga a barrer las hojas caedizas; o al perro, en el que proyectamos nuestra agresividad, o al grillo, que molesta nuestro sueño con su estridular…
Vivimos entre equívocos; huimos de las certezas. Lo dijo Maurice Blondel: «No tratemos al embrión que somos como si fuese un ser acabado». La imperfección nos define, y solo la humildad nos alumbra para reconocerlo. Mirémonos hacia adentro, que implica volver atrás. Y despojados de toda insolencia, evoquemos los diciembres ya vividos y veamos la ocasión de que nos ha llegado otro renacer para empezar a ser mayores.