Tal y como nos sucede ahora con Marte, quizá algún día seres racionales instalados en otras galaxias se interroguen acerca de la existencia de vida en la Tierra, porque en carrera desenfrenada hacia la autodestrucción, se nos ha despertado una vocación suicida.
Las señales del peligro que se cierne sobre nosotros son evidentes. Las capas tectónicas se remueven para producir terremotos de enorme dimensión. En el área caribeña que habitamos, los huracanes se multiplican y alcanzan dimensiones sin precedentes en la historia. En semanas sucesivas, Harvey dejó secuela de destrucción en Texas e Irma se ensañaba con los territorios insulares de nuestro mediterráneo americano. Agredida por el hombre, la naturaleza sangra por las heridas provocadas por el apetito insaciable de unos pocos. El cambio climático se manifiesta con daños que parecen irreversibles. En un acelerado proceso depredador, la especie parece dirigirse a la destrucción de cuanto empezó a construir desde que el bípedo se hizo de las primeras herramientas y fue capaz de levantar la mirada hacia horizontes más anchos.
En tan peligrosa coyuntura, se impone establecer una plataforma de ideas articulada a una cosmovisión que subvierta una mal entendida filosofía del progreso, estimulada por un desenfrenado apetito de ganancias en beneficio de unos pocos. El desarrollo del capitalismo y la primera revolución industrial están estrechamente asociados. El consumo de combustible —carbón y petróleo— empezó a inficionar la atmosfera. La disputa por los mercados y por las fuentes de materias primas desembocó en guerras de enormes dimensiones. El estallido de las primeras bombas atómicas fue señal palpable del exterminio que amenazaba a la humanidad. Por otra parte, la generación de necesidades de productos rápidamente desechables se convirtió en fórmula para eludir las crisis cíclicas de superproducción características del capitalismo.
Hijos de la civilización que hemos edificado, absurdo sería proponernos el regreso al modo de vivir de un buen salvaje exaltado por Rousseau. El conflicto actual tiene su origen en el capitalismo depredador constituido en hegemónico mediante el despliegue de recursos económicos, volcados al ejercicio de la violencia complementado con la instauración de una cultura que privilegia la frivolidad y el adormecimiento de un pensar creativo. Así, por ejemplo, el uso inapropiado de zapatos de tacones por parte de la primera dama de Estados Unidos en su visita a Texas recibió amplia divulgación. Pero el anecdotario enmascaró la necesaria apertura de un debate acerca de las causas de la agudización de estas catástrofes naturales en un país que se plantea la retirada de los acuerdos de París, consenso logrado al cabo de tantos años de complejas negociaciones.
La lucha por la salvación del planeta tiene que ser factor de movilización para los hombres y mujeres de buena voluntad en el mundo. Es inseparable de los reclamos a favor de la paz, tal y como lo comprendieron las naciones de la América Latina en el entorno de la Celac. El continente preserva todavía invaluables recursos que no pueden dilapidarse. La Amazonia es fuente de oxígeno. Los grandes ríos que la recorren, desde La Plata hasta el Orinoco, pasan por los afluentes de la corriente mayor. El Amazonas conforma lo que Carpentier denominó «el riñón de América». Su entorno selvático ya no tiene la densidad que conoció el autor de Los pasos perdidos cuando emprendió viaje hacia el origen de los tiempos históricos. Ya había perdido parte de su riqueza cuando, unos años más tarde, Antonio Núñez Jiménez realizó en canoa el recorrido desde las fuentes originarias hasta el arco de las Antillas. En menos de un siglo, el deterioro ha sido notable y la amenaza de destrucción prosigue y se acelera.
Desde otros lugares del mundo, en tiempo real, por vía de internet, muchos han seguido la tragedia experimentada por los habitantes del Caribe con el paso mortífero de Irma. A las consecuencias inmediatas de la tierra arrasada, se une la destrucción de bienes materiales construidos con años de esfuerzo y sacrificio con vistas a sentar las bases de un desarrollo económico sostenible. Conmovidos quizá por el impacto de las imágenes, los espectadores no consideran que vivimos un planeta independiente con inevitables relaciones de causa-efecto. El deshielo de polos y glaciares, la crecida del nivel del mar y el calentamiento de las aguas repercuten en todas partes.
La tierra tiembla. Bienvenidos sean los acuerdos entre las naciones que comprometan a los países más industrializados y, entre ellos, a Estados Unidos a detener la depredación suicida del planeta. Indispensable será, para lograrlo, la movilización política de las mayorías. En este empeño por la salvaguarda de lo que hemos construido y a favor del porvenir de nuestros hijos, resulta impostergable refundar una cultura orientada a lo que algunos de nuestros pueblos originarios llaman «el buen vivir». Se trata de ascender una dura cuesta en un tiempo marcado por el predominio de la aspiración de poseer bienes a tenor de las últimas modas consumistas por encima del aprender a disfrutar todo lo hermoso que nos rodea, regalo de la naturaleza o hechura del hombre. Se trata, en suma, de modificar rasgos esenciales de una cosmovisión elaborada a partir de la alianza entre el capital financiero y los medios de difusión, reiterada a través de una buena parte de las redes sociales. En este sentido, el proyecto socialista no puede limitarse a una distribución más equitativa de los bienes. Articulado en nuestra América a una tradición martiana, ha de proponerse, junto a la defensa del más alto sitial para la dignidad humana, la formulación de una cultura asentada en valores que favorezcan, en tanto expectativas de vida, la salvación de la especie.