Cada cual disfruta las vacaciones a su manera y casi siempre esgrime la misma respuesta cuando los curiosos preguntan cómo le fue. «Bien», contestamos, a veces sin ofrecer más detalles.
Pero de niño la cosa se complicaba. Una palabra no bastaba para complacer a la maestra en la tradicional composición de inicio de curso. ¿La recuerdan?: «Mi viaje a la playa», «Mi viaje al campo»… El reto era difícil, pero saludable para la imaginación.
Entonces llegué hasta inventarme un viaje al sitio más rural que conocía: el reparto de Caunao, a unos pocos kilómetros de la ciudad de Cienfuegos.
Todos los años, en los meses de verano, les repetíamos la visita a los parientes de mi abuela y de paso llenábamos uno o dos sacos de mamoncillos. La mayoría se vendía sin mucho esfuerzo ni pregón, desde el portal de la casa y a peso el mazo.
No era esto, claro, sobre lo que escribía. Mi viaje a Caunao desafiaba la inteligencia de la profe, con río incluido aunque allí no existiera, y el clásico cierre: «…y fueron unas felices vacaciones».
De cualquier modo, siempre disfruté de aquel paseo con abuela y los primos. Nos divertíamos lo suficiente sin ninguna otra ambición.
Las posibilidades de ocio en mis años de infancia eran bastante limitadas en comparación con las de ahora. Las calurosas jornadas de verano se escurrían entre los juegos tradicionales, la playa y la programación televisiva, que ya entonces creíamos algo tediosa.
Matábamos el aburrimiento a golpe de ingenio. Un día nos disfrazábamos como el superhéroe de turno y al otro escapábamos de casa, con el «permiso» de los padres. Si mamá nos hacía en Coppelia, en realidad estábamos en la playa; si nos esperaba al mediodía, regresábamos de noche. Huir de las reglas suponía una experiencia excitante, pese al sucesivo regaño al descubrírsenos las orejas llenas de arena y la ropa aún mojada de agua salada.
Casi en la adolescencia todavía conservábamos aquel espíritu travieso que nos llevó a vivir una niñez plena. Fantasear no fue en mi tiempo cosa rústica ni obsoleta y asumíamos las vacaciones con el aliento aventurero de Indiana Jones.
No olvido nuestra particular «hazaña» en el Parque de Diversiones de la ciudad de Cienfuegos, planificada de antemano por la pandilla del barrio. Se resumía en cruzar el «temible pantano» aledaño a la instalación y allá fuimos. No resultó nada fácil. Pensé que algunos quedarían en el camino cuando percibí el fango verde abrazándoles la cintura y los invariables rostros de temor. Pero no, ¡vencimos!, pese a terminar luego en la playita del «Mella», medio desnudos, lavando la sucia vestimenta.
Las vacaciones, en nuestra concepción, requerían un poquito de aventura y de amor. Representaban la ocasión de renovarnos y vivir con la mayor intensidad posible. Ahora, al planificarlas, pensamos en lo sofisticado e inalcanzable al bolsillo o nos dolemos de la falta de opciones y pasamos por alto la oportunidad de departir en familia sea cual fuere la circunstancia, de salir con los amigos o ingeniarnos nuestras aventuras y escapadas, como lo hiciéramos de pequeños, en época de televisor Krim, trompos y papalotes; sin recordar que muchas veces lo simple es más disfrutable que lo fastuoso.