Ir a Dos Ríos es galope, más que acto. Es, sobre todo en mayo, latido incesante en un costado del alma.
Uno cruza el río, ahora superado por un modesto puente, y lo imagina a él, sobre el caballo de bríos, haciéndose tropa y manigua, traza y sol humano.
Ir a Dos Ríos es convertirse más. Quererlo más. Comprobar que Martí anda en la piedra fundida, la palabra primera, la ventisca surgida de repente. Es tocarlo de otro modo, porque queda el dibujo mental de su primer combate que, equivocadamente, hemos dicho que fue también el último.
Queda el recuento de su lanzamiento voluntario al centro de las llamas enemigas, sin los temores sospechados, sin las angustias por el día postrero.
Algunos han contado, aun en libros, que después de aquellos tres disparos letales del 19 de mayo, un matrimonio campesino tomó una botella con su sangre y la sembró para fijar el lugar preciso de la llamada muerte en Dos Ríos. Luego la botella fue cruz, la cruz un montículo de piedras libertadoras, colocadas por Gómez y sus hombres; después el montículo, un obelisco de diez metros.
Hermosa historia. Pero si no hubiesen sembrado sus glóbulos gloriosos debajo de las sombras de un fustete y un dagame, él hubiera germinado como quiera, más allá de afluentes, proyectiles y rosales. Seguro.
Ayer estuve de nuevo en Dos Ríos. Y, por primera vez en la historia recordada, se le cantó al Apóstol desde el monumento mismo, desde el sitio sagrado de la sangre. Por tradición, los homenajes transcurrían en una explanada contigua. Acaso por eso sentí, como nunca, el soplo del profeta y entendí mejor la carta inconclusa al amigo queridísimo, escrita desde sobrios ranchos que, lamentablemente, ya no están.
Ayer, en Dos Ríos, viendo a jóvenes y niños que amanecían para estar en el tributo repetido cada mes de mayo, me pregunté cuánto de ese despertar en lo que resultó un venerable campo de batalla, influirá en el ovillo de sus días futuros; cuánto captarán de la nube mágica que los miró acampar en la planicie.
Porque se puede ir a ver a Martí a Dos Ríos —o a Santa Ifigenia, incluso— y no entender sus rayos, su espectro traducido en tiempo nuestro, su pensamiento hondo. Y puede, también, sin estar en esos sitios, que suceda lo inverso.
Ando con la esperanza, después de todo. Quiero que sean más los que vayan a Dos Ríos para vivir el rescoldo invisible y penetrante dejado allí por el más grande, el vapor de su ejemplo, la verdad de su novela hechizante.
Ir a Dos Ríos es vestirse de puente y de Cuba, acelerar el corazón; encontrar, con suerte, un relámpago para llevarlo para siempre en las entrañas.