Aquella tarde, bajo los árboles vigilantes del patio, me estremeció la intimidad de una letra que hizo vibrar al trovador al ritmo de las cuerdas de su guitarra. Y con él sentimos todos: «A Cuba hay que quererla, a Cuba hay que vivirla, antes de tener el mal gusto de herirla».
Raúl Torres, el autor de El regreso del amigo y Cabalgando con Fidel, junto a otras piezas antológicas, regalaba entonces sus agradecidas estrofas en defensa de la patria-musa que lo hizo poeta; la Isla real, que no aparece en las portadas de los grandes medios, porque allí solo existe espacio para una Cuba fabricada a la conveniencia de los zares del poder. Y, cuando ven la oportunidad de dañarla, brindan gratuitamente su plataforma, con el apoyo —consciente o no— de quienes actúan como cajas de resonancia del discurso occidental.
Nadie, con un mínimo de sentido común, puede sostener que vivimos en una sociedad perfecta. Quien lo hace peca de ceguera dogmática y resulta también presa de un espejismo de país. En su bregar cotidiano, el cubano («gente humilde, de sonrisa perpetua y café») tropieza con disímiles dificultades materiales, y también con errores, problemas burocráticos e insensibilidades de carácter subjetivo. Pero a veces lo que criticamos —y es correcto que denunciemos las malas actitudes y las distorsiones del proyecto político de la Revolución— no se compara con lo que padecen otros.
¿Quién no se ha molestado porque el especialista médico llegó tarde o no vino a trabajar el día previsto? Sin embargo, en naciones como Chile, según datos del periódico El Mercurio, publicados este 19 de abril, alrededor de 1,9 millones de pacientes esperan por una consulta o por una cirugía, y el promedio para verse con un especialista es de ¡439 días!
¿Quiero decir con esto que debamos darnos el lujo del autobombo y la autocomplacencia, que toleremos o estimulemos las malas prácticas? No. Aunque tampoco sería justo satanizar el sistema de salud universal y gratuito levantado en el país, tomando como pretexto la ausencia de un especialista un día a su consulta, u otras deficiencias que laceran al sector.
A Cuba hay que quererla, y como dice otra canción convertida en himno por el mundo, quien la defiende —bien lo sabemos— la quiere más. Esa defensa de la Patria está consagrada en la Carta Magna, en su artículo tres, como un derecho constitucional de cada ciudadano frente a cualquiera que intente derribar el orden político, económico y social que aprobamos la inmensa mayoría.
Debemos recordar que en el año 2002 se modificó precisamente ese artículo de la Constitución, para patentizar el carácter irrevocable del socialismo, y que «Cuba jamás volverá al capitalismo». Se sometió a referéndum, y más de ocho millones de ciudadanos respaldaron la propuesta.
Allá quienes esperan, hasta contándose los dedos como hicieron después del derrumbe soviético, que una Cuba sin la dirección histórica envíe su Revolución al precipicio. Tristeza dan los que les hacen guiños, tal vez con la esperanza de encontrar un espacio en el «futuro democrático» que sueñan, o porque piensan a estas alturas que el socialismo se puede construir con los trajes de la democracia burguesa. O quizá porque creen que la nación podría sobrevivir si naufraga la Revolución.
Hace menos de un mes fui invitado a presenciar una de las sesiones del Parlamento Europeo, que tiene sede en Bruselas y Estrasburgo. Estaban ¿discutiendo? sobre el futuro de Europa después del Brexit. En la sala, de más de 700 diputados, no llegaban a 40. Pregunté dónde estaban quienes cobran cerca de 10 000 euros por representar a sus electores. «En el café, en sus oficinas, en un paseo. Aquí vienen cuando les toca hablar y solo hacen su discurso para las cámaras», me respondieron. Guardo la foto como prueba de lo que no debemos permitir jamás que ocurra en nuestro Parlamento, tan criticado también por sus posiciones unánimes, aunque estas sean, indefectiblemente, en defensa del pueblo.
Por todo ello, mientras me comunicaba con algunos amigos de la solidaridad que recordaban en sus países la victoria de Playa Girón, volví a buscar la canción de Raúl Torres que me estremeció aquella tarde y coloqué su letra en mi perfil de Facebook. Porque ya sea en el barrio, en la universidad, dentro o fuera de las fronteras del país, o en las redes sociales, a Cuba hay que quererla.