Exiliado en México, José María Heredia se refería con orgullo a «nosotros los americanos». Aludía al universo que se extiende al sur del Río Bravo y alcanza el arco de las Antillas. «Tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios», acostumbran decir los mexicanos. En una etapa más reciente, Fidel señalaba que, a diferencia de lo ocurrido en otros continentes, los enfrentamientos armados entre nuestros países han sido relativamente escasos.
El sustrato común de nuestra historia, a partir de la conquista por españoles y portugueses, tiene puntos de contacto que favorecen una singular cercanía, a pesar de variantes culturales que no pueden soslayarse. Por muchas razones geográficas e históricas, México nos resulta particularmente cercano. Tengo que reconocer que, en mi corazoncito guardo un sitio especial para «la suave patria». Se fue haciendo a través de las amistades, las lecturas y los viajes. Por eso, mis mejillas enrojecen de ira y vergüenza cuando observo políticas xenófobas que reafirman la subestimación de lo que somos y de la obra edificada por los pueblos originarios de este mundo. No nos engañemos. El racismo incluye, más allá del color de la piel, a cuantos han sido calificados de latinos.
Como Heredia, Martí encontró en México amigos que se compenetraron profundamente con su pensamiento. En esa tierra, cayó Julio Antonio Mella. Los expedicionarios del Granma encontraron allí ayuda invaluable.
El intercambio entre nuestros países comenzó desde la salida de Hernán Cortés hacia México, prosiguió con la acogida de exiliados de izquierda y derecha en ambos países. Adquirió mayor intensidad a partir de la revolución mexicana que, con sus reivindicaciones agrarias y nacionalistas, sacudió a la América Latina toda. Para los intelectuales, las medidas implementadas por José Vasconcelos se convirtieron en paradigmas de un modelo a seguir. El muralismo tuvo repercusión universal. Algo similar ocurrió en el impulso a la lectura y a la publicación de libros.
En el ámbito popular, el diálogo con México tuvo alcances aún mayores. Aprendimos a entonar «si Adelita se fuera con otro». Pancho Villa y Emiliano Zapata devinieron imágenes icónicas, como en otros espacios han sido los mariachis. La expansión del cine profundizó esta relación, animada por las imágenes de Jorge Negrete (acogido masivamente en La Habana de los 40 del pasado siglo) y de María Bonita. En el plano de la lucha anticolonial, se agigantó la figura de Lázaro Cárdenas con la nacionalización del petróleo, complementada por el apoyo a la España republicana y la acogida a un exilio del cual, por otra parte, la cultura mexicana habría de beneficiarse de manera significativa. Mis coetáneos de la generación del 50 iniciaron una crítica a los desaciertos del PRI, a tanta prisión arbitraria en Lecumberri y a los sindicatos charros. No me compete en esta columna abordar un análisis de la política interna del país vecino. No podemos olvidar, sin embargo, que allí se entrenaron los expedicionarios del Granma y que México, fiel a una línea de principios, nunca rompió relaciones con la Cuba acosada.
Los latinoamericanos de buena ley no podemos dejar de sentir, como bofetada en la mejilla propia, la subestimación racista de quienes levantan muros en la larguísima frontera que separa a México de su vecino del norte, que califica de delincuentes y parásitos sociales a los representantes de un pueblo que ha sido llevado por la miseria a recoger frutas en California y contribuye a hacer la riqueza de quienes los desprecian.
La prepotencia de los ricos se sostiene en una patética ignorancia. Los habitantes del México prehispánico legaron al mundo una cultura de infinita riqueza. El museo de antropología de la capital de México nada tiene que envidiar a los valores preservados en el Louvre y en el Prado.
Al llegar a Tenochtitlán, los conquistadores quedaron deslumbrados ante la maravilla y la extensión de una ciudad construida sobre una laguna, que superaba en mucho al pequeño y mal oliente Madrid de entonces. En ocasión de mi primera visita al DF, el museo de antropología tenía un espacio limitado en el Zócalo. Fui una y otra vez, atraída siempre por el calendario azteca. En nuestros pueblos originarios, el estudio del firmamento superaba en muchos aspectos el saber alcanzado al otro lado del Atlántico. El error trágico consistió en no haber desarrollado las armas de fuego. Pero, habría que preguntarse en una época en que la supervivencia de la especie está amenazada, si en ese descuido anidaba una lección de sabiduría. A lo largo de medio milenio, las manos de nuestros pueblos siguen sembrando maíz. Edificaron ciudades marcadas por el espléndido barroco de Indias. Llegada la hora de la modernidad, han ido dejando en las artes visuales, en la música, en la literatura y en el cine las muestras de un quehacer creativo que terminó por imponer su presencia al otro lado del Atlántico. Aferrado a la defensa de su identidad, aún carentes de un alto grado de instrucción, los chicanos indocumentados, sometidos a durísimas condiciones laborales, han mantenido la fidelidad al empeño por dejar testimonio de una cultura que, así mismo, se expresa en el obrar de una admirable artesanía. Sin embargo, hemos contemplado desde la distancia los crímenes cometidos contra las mujeres en Ciudad Juárez, las innumerables muertes en el intento por cruzar ilegalmente la frontera, la fractura de las familias por la deportación forzosa de padres que vieron nacer a sus hijos en los Estados Unidos, la explotación inicua en las maquilas, el cáncer corruptor del narcotráfico, la inacción ante el asesinato de muchachos que no tenían más aspiraciones que convertirse en propagadores de la enseñanza para sus comunidades.
Para justificar tanto crimen, se siguen imponiendo estereotipos. Por latinoamericanos, todos somos también mexicanos. Estar junto a México en la hora difícil es nuestro compromiso con lo más fecundo de la tradición martiana.