Yerran quienes piensen que la paz está asegurada solo por el silencio de las armas. ¿Cuánto de inestabilidad y, por tanto, de posibles conflictos también puede encerrarse en la injerencia, la manipulación mediática y política de los pueblos, el irrespeto a los Gobiernos legítimos que cada nación ha tenido a bien darse mediante elecciones transparentes y limpias?
¿Cuánto de violencia social hay en políticas que descargan su iniquidad en los débiles, pretenden volver a apartar de su responsabilidad a los Estados y dejar la vida de la gente a merced del carrusel del mercado?
¿Cuánto de belicosidad encierra el ostensible deseo de la retrógrada derecha de fracturar una integración que ha dado pasos gigantescos en el derrotero de comportarnos, los latinoamericanos y caribeños, como un solo pueblo?
No, no solo las contiendas bélicas amenazan la convivencia pacífica.
La reflexión resulta necesaria transcurridos dos años de promulgarse la Proclama que declaró a América Latina y el Caribe como Zona de Paz: un acto de fe regional probablemente único, dirigido a salvaguardar la vida en armonía dentro y entre nuestras naciones, lo que es igual a concentrar los esfuerzos de nuestros Estados en lo que realmente más debe interesar: el desarrollo económico y social que favorezca una mejor existencia para sus pueblos.
Como enuncia el documento —suscrito en su segunda Cumbre por los jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, lo que equivale a decir toda la región—, la vocación pacífica de sus naciones está expresada desde hace mucho, partiendo del Tratado de Tlatelolco para la Proscripción de las Armas Nucleares, que estableció así la primera zona libre de esos armamentos, hasta los acuerdos de paz suscritos por las partes en Colombia, que pronto deben hacer realidad una quimera y ya pusieron fin al ruido de las armas, con el casi unánime apoyo de la comunidad internacional.
No es que detener la carrera armamentista sea algo sin importancia. Todo lo contrario. Pero pasados ya, tal vez, los momentos más ardientes de diversos y añejos diferendos limítrofes que han tenido lugar en la región, y más recientes amagos de litigio resueltos con la participación de una entidad integracionista como la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), otros peligros, reitero, parecen agazapados para emboscar la paz.
Alertados por los golpes de Estado mal disfrazados de Honduras (junio de 2009) y Paraguay (junio de 2012), en buena parte del mundo contemplaron, no obstante, perplejos, la reciente asonada parlamentario-judicial en Brasil: un juicio político sin argumentos que pasó por encima al derecho de más de 54 millones de votantes para cambiar el curso de la historia en ese país, mientras en Bolivia se mueven recursos y fuerzas oscuras en el intento de soliviantar los movimientos sociales y populares contra Evo, y en Venezuela arremeten con todo contra la Revolución y el Gobierno de Nicolás Maduro, para lo que los enemigos toman como baza lo que más golpea al ciudadano: la economía.
Podría alguien preguntarse quiénes son los enemigos, y claro que la respuesta no sería solo la oposición derechista que no pararía mientes, si se diera el momento, de pedir una intervención extranjera.
Los enemigos de la paz latinoamericana y caribeña esconden sus rostros y ocultan sus nombres pero también están afuera. Ellos, sobre todo, deberían conocer bien la Proclama de América Latina y el Caribe como Zona de Paz.