Tenía ganas de irse y de quedarse. Desde el patio los gallos miraron cómo recogía todo, hasta las sábanas de la cama, esa que aparece cargada de obsequios en el centro de las fotos de su primer cumpleaños.
Divorció la ropa de los percheros, envolvió adornos con papel de noticias, estrujó sus zapatos dentro de la mochila y supo que era inmediato el adiós a aquella casa testigo de sus intentos iniciales por andar o subir hasta los gajos más altos en busca de una guayaba madura.
Ante el cambio, los paquetes y unos cuantos suspiros, trató de preguntarse algunas cosas, pero respondieron a sus dudas la sonrisa cómplice del amor y el reloj de aquellas ganas de libertad que marcaban la hora de abandonar el nido.
Son empujones de juventud, ansias de crecer en varios sentidos, decisiones necesarias, y a pesar de que existan alas sobreprotectoras, los pichones necesitan volar solos, caer un poco tal vez; desde la independencia podrán valerse por sí mismos y descifrar las corrientes del viento para tener su propio refugio de la lluvia.
Aquel día de mudanza mami tuvo ojos mojados, pero estaba contenta. No faltó el apoyo de los más viejos, alguna pelea de cariño con el hermano menor o la frase de «No hay por qué estar triste si no se van para otro país. ¿Ustedes saben cuántas parejas jóvenes quisieran vivir solas?».
Pero lo cierto es que, luego de años juntando monedas y esbozando el sueño, el camino al fin existía y sus caminantes estaban dispuestos a andarlo. Antes de irse extrañó un poco el pedazo de mundo donde habían convivido siempre tres generaciones de su familia.
Tras el ir y venir sudoroso del novio acomodando los bultos en el camión y la pregunta cien veces repetida del padre: ¿Estás segura de que no se te queda nada?, se cerró la última caja, donde junto a un vestido bordado por su abuela y una vela perfumada traída desde el sur de América, se llevó un puñado de memorias.
Los sillones rojos, regalo de los tíos para el naciente hogar, la pintura de una casa iluminada, ropa en las maletas, el ventilador disputado al abuelo, algunas plantas, la lavadora, los platos, ollas, palitos de tender, almohadas... y la sensación de que una se desprende como un árbol viejo de la tierra, se agitaban de vez en cuando por los baches en la carretera.
No obstante, no podía dejar de sentirse feliz, pues como los gorriones, ramita a ramita, estaba construyendo su nido. Fueron muchos los meses en busca de un sitio asequible al bolsillo y las ilusiones y, casi por obra del destino, apareció una tarde la venta de un apartamento pequeño a unos cien pasos de la iglesia católica del Cotorro, donde la Carretera Central une a La Habana con su pueblo, Madruga.
Desde hace ya más de 20 días los pinares del este de Mayabeque dejaron de pertenecerle un poco y empezó a mirar diferente las farolas habaneras. Ahora no tiene a toda la familia viviendo a su alrededor, ni los gallos despertadores, aunque hasta a aquello tan suyo regresa de visita o la familia viaja a la capital.
El apartamento y esta época de nuevos inicios en la vida es perfecto para dos. Cada pareja necesita su espacio, convivir, aprender juntos, construir con esfuerzo sus bienes. Por eso desde la llave que abre a la izquierda, los «ingeniosos» aportes de una novia que aprende a cocinar, el modo de organizar la loza o la sonrisa cómplice del amor, la casa cada día se parece más a sus dueños recientes.
Y hasta aquí, donde habita el silencio de la cercana Finca Vigía en la que Hemingway escribiera, recuerdo el día en que tuve ganas de irme y de quedarme, divorcié la ropa de los percheros, estrujé los zapatos en la mochila y eché un puñado de memorias, cuando el reloj de mis ganas de libertad marcaron la hora de agradecerle al nido, y volar.