En la sala de mi casa siempre hubo un espejo. El bisel remataba los festones de aquella obra de arte. Como bienvenida, reflejaba la imagen de cada visitante, se la devolvía. Todo espejo tiene su propio encantamiento. Algunos afirman que la mirada es el espejo del alma. Alicia, la niña, la de la novela de Lewis Carroll, también pasó a través del espejo y se encontró convertida en un peón de ajedrez. Hay ocasiones en que la vida se empeña en jugar una partida. En el espejo de agua de la vanidad, se hundió Narciso, personaje de la mitología grecolatina. La cinematografía universal ha explorado el supuesto de que los espejos son portales hacia otro mundo. Apropiándonos de ese elemento de fantasía, tal vez le encontremos su cuota de razón: hay personas que son como espejos, uno debería mirarse en ellas. Personas que te trasladan, te sacuden, te llevan a otra dimensión.
Yarisley Silva es una de ellas. Da gusto verla tomar la pértiga, desafiar la altura. Da gusto verla correr, arquearse, volar sobre la varilla. Sin embargo, no hablaré esta vez de la excepcional deportista, sino del ser humano. Ese acudir, ese dejarlo todo, ese pensar primero en el ser querido que ha sufrido un accidente, antes que en su propia gloria; tiene los mismos quilates del oro olímpico. Que semejante actitud no se extravíe entre las medallas y los récords, ahora que Río de Janeiro está aquí.
Dalia Fuentes es de esa estirpe. Instructora, maquillista, actriz. Fundadora de Tele-Rebelde en Santiago de Cuba, aquel sueño en que la gente tocaba a sus artistas para ver «si eran de verdad». Un día se detectó algo duro en el seno derecho. Era lo peor. Cuando el esposo se derrumbó en el suelo, cuando la hija dejó la piel en un sollozo, Dalia les pidió que se fueran: «Aquí la que tendría que llorar soy yo, y no tengo una lágrima», les dijo.
Salió del quirófano con un pecho impar, pero eso no mutiló su energía. Primero se fue a su proyecto teatral, luego hizo una peña en su propio barrio, en el distrito Antonio Maceo, para personas con diversos padecimientos. Tejidos, papel maché, canto, baile, narración oral, poesía. Allí he visto de todo. Solo hay una condición para entrar: los asistentes deben dejar sus pensamientos negativos en una bolsa que luego se ata. Y hay otra para salir: deben tomar de una cartera que se abre, el deseo de vivir.
La señorita Alina, mi maestra de cuarto y sexto grados, hubiera sido feliz de conocer a Dalia. He hablado de ella en otras ocasiones. Nos subió al estrado delante de toda la escuela, porque nos habíamos fijado del cuaderno de Ángela. Las montañas se despeñaron sobre mí… Cuando entramos al aula, minutos después, el silencio resultaba feroz. La profesora lo rasgó con 14 palabras: «La verdad aunque es severa, es amiga verdadera. Les felicito por haber sido honestos».
Entenderla del todo me ha llevado tiempo, pero cada vez que la vida me coloca entre la conveniencia de callar y el civismo de romper el silencio, sé que la señorita Alina me está mirando.
¿Y Gloria? La que siempre está, la que siempre escucha, la que siempre abre la puerta. Rara avis en este universo de sordos, en este planeta sin tiempo. La que tiene el pecho abierto para recomponer lo que otros corroen. La que preparó desayunos a sus cuatro hijos todas las mañanas, la que hizo magia sin cansarse.
Gloria vive cerca de la Universidad de Oriente. Gloria merece una oda, pero quiere ser invisible, permanecer detrás, ser cualquier vecina y cualquier madre de cualquier parte de Cuba. Me rindo ante su grandeza esquiva, ante su cotidiano heroísmo, y le dejo el beso más tierno de este mundo.
Los que tienden manos sin importar el sacrificio. Los que no se rinden. Los renacedores. Los que dicen a tiempo la verdad. Los que te cobijan a pura bondad. Esos son espejos que no se empañan, que no se rompen. Y también aquellos que apuestan por la alegría. Hay que defenderla, al modo del escritor uruguayo Mario Benedetti: «Defenderla de los neutrales y de los neutrones / del rayo y la melancolía / de los ingenuos y de los canallas / de la retórica y los paros cardíacos».
Todo espejo tiene su propio encantamiento, pero uno ha de saber muy bien en esta vida, en cuál se mira.