Aunque cierta norma no escrita parece prohibir a los hombres de Cuba aludir personalmente a la tristeza, admito que esa tarde terminé triste. Aun días después, pasada la página de la sublime presentación que nos regalaron aquellos muchachos y filtrada en la tierra la lluvia de aplausos que les dimos a cambio, la zozobra gobierna sin pausa mi cabeza.
Habíamos asistido a una importante reunión gremial y, casi como un bálsamo para esas cubanísimas tensiones interiores de las que no escapa la prensa, un grupo de niños nos acogió en su sede para mostrarnos sus dotes y abrirnos sus almas, con la salvedad de que, esa vez, hicieron más lo segundo que lo primero. Fueron casi dos horas de magia pero al cabo, mientras a un son contagioso casi todos los colegas salieron animadísimos, rendidos «a punta de verso y acorde» por el arte, yo acabé —¿irremediablemente?— triste.
Resulta que varios pequeños leyeron los muy íntimos diarios en que recogen el transcurrir de la misión que emprenden en honda complicidad con su director: ver cómo anda entre sus compañeros de escuela, en el barrio, en la calle… ese amigo de La Edad de Oro que, ciertamente, algunos parecen haber olvidado o cambiado por aliados más «solventes».
Sí, ya sé que la línea anterior es dura. En mi defensa, si hiciera falta, solo puedo acotar que esa oración me duele. Tanto, como me dolió escuchar a Julián —pongámosle tal seudónimo a un chiquillo especial del que, de haberlo conocido, difícilmente José Martí declinara escribir— leer notas en las que recoge, con una altura de miras, un disimulo en la pena y una madurez ejemplares, el rechazo que concita entre sus condiscípulos, y no solo entre ellos, por andar indagando cuánto impacta el Apóstol en las vidas de hoy. «¡Martí no te va a aprobar!», llegaron a increparle, según cuenta.
Julián no fue el único en relatar esos pasajes que, en concreto, revelan que estos misioneros martianos son considerados en su ámbito escolar como los rechazables o «puntualitos» del grupo, a pesar de que llevan una luz tristemente perdida en otros pechos. Yo le veía y no podía dejar de recordar al muchacho que encarnó la primera infancia del Héroe Nacional en una película que debe verse al menos una vez al día en algún punto de Cuba: José Martí: el ojo del canario.
Los tiempos cambian, cambian los sistemas, la Historia muda de lugar incluso sus muebles esenciales, pero la lucha entre el amor y el mal, entre el compromiso ardiente y la desidia, entre estrella y yugo, es siempre una y la misma. Por eso el niño que en aquel teatro vi narrar una incomprensión incomprensible para mí fue, en cierto modo, el mismo de la película, quien, a su vez, es justo el retrato del muchacho gigantesco que le nació al mundo en la estrecha calle Paula.
Lo sé… el arquitecto de la Guerra Necesaria nos enseñó que las pruebas son buenas para la virtud porque afilan sus alas; el cubano mayor nos insistió en que, cuando lo adorna una causa, el sufrir redime, pero es legítimo suponer, como supongo, que tanta semilla martiana regada por Cuba en siglo y pico deba traducirse a estas alturas en un avance menos accidentado para quienes tomen, desde pequeños, el sendero del decoro.
Dejemos los casos ejemplares para otro día; hoy comento una inquietud. Detrás de un niño perdido que rechaza a un niño martiano hay más de un paisano torcido: padres que no nutren, maestros que no alumbran, adultos que no encaminan, cubanos que no tienen la menor idea del camino de la patria y mucho menos del abismo que la acecha.
¿Cómo entender que niños nuestros pasen de la ignorancia pasiva del Apóstol al rechazo activo hacia los compañeros que lo sostienen en una época en que es, una vez más, imprescindible para ellos y para todos? No hay manera de entenderlo, como no hay modo de aceptar que un solo espacio escolar cubano, uno solo, no sea asumido por pequeños y adultos como un templo martiano.
Perdonen si me he extendido, pero no son esas las anécdotas que Cuba debía cosechar ahora. Lo mejor de este pueblo tiene el derecho y el deber de aspirar a que los infantes de hoy continúen las páginas de muchachos como Melitina Azpeytía, la chiquilla que con 11 años lideró el Club de niñas Porvenir de Cuba, y donó en Cayo Hueso 31.25 pesos para la causa —«jamás me pareció el dinero hermoso, hasta esta vez», le agradeció Martí en atenta misiva—; o el pequeño Oscar González Someillán, que con la misma edad cuidó en Tampa al Delegado, cuando este enfermó de disentería; o Bernardito Figueredo, que a los 14 viajó con el fundador del PRC y sacó de la experiencia no solo cuatro dibujos ya históricos, sino la entereza para luego empinarse a teniente en la manigua.
José Martí fue, antes que todo, un gran constructor de afectos. No solo supieron de ello su idolatrado Ismaelillo y esa entrañable María que en una foto cayó con él del último caballo: todos los hijos de Gómez, de Manuel Mercado y de Manuel Mantilla, todo el muchacho que él encontró en su exilio y en su tierra, incluso en la ruta final rumbo a Dos Ríos, nos dicen a coro —a un coro similar al de los artistas que abrieron esta historia— que en la mano de semejante hombre no debe faltar jamás la de un niño.