La vida es muy frágil, me dijo él. Acostados en la cama con los ojos puestos en el techo estuve de acuerdo y asentí. No pude contradecirlo. Demasiadas historias de vida se han cruzado con las nuestras en los últimos tiempos, y con ellas, emergió la convicción de que el milagro de la vida es efímero, y no siempre se valora como tal.
Semanas antes yo había confirmado que necesito que mi mamá se quede conmigo mucho más tiempo. No se trata de que vivamos pegadas una a la otra día tras día, pero cuando es tan cotidiano y normal que viva alguien contigo, apenas reparas en la bendición que ello entraña. Dejas pasar los días y no le das un beso al llegar o al salir de la casa, no eres constante en las llamadas telefónicas si estás lejos y asumes que esa persona siempre está bien porque así quieres que sea, y no se te ocurre preguntarle.
Claro que la vida es frágil, si en pocas horas de aquella madrugada miles de pensamientos similares me vinieron a la cabeza, sin decírselos a ella. Los días de incertidumbre en el hospital a la espera de los resultados de las pruebas médicas me pusieron al borde de una verdad que, de haber sido real, nos hubiera trastocado la vida.
Con los ojos aún clavados en el techo, él recordó la fragilidad de nuestra existencia cuando me habló de la repentina muerte de un amigo que, alegre por recoger su bicicleta en casa del mecánico, montó en ella para regresar a casa y después de pocos pedalazos en la avenida, dejó su huella tras de sí en este mundo.
Recordé entonces, súbitamente, a Franklin Reyes, el fotógrafo amigo de este diario, cuyas imágenes tantas veces aparecen reflejadas en estas páginas. También en la carretera quedó su existencia llena de bríos, proyectos y aspiraciones, y en cuestión de minutos su familia y sus amigos buscaban explicaciones a lo que creían inverosímil.
Hace pocos días una llamada telefónica me puso los pelos de punta. ¿Recuerdas lo que hablamos el otro día mientras mirábamos al techo?, me preguntó. Maldita mi buena memoria, era mejor no recordar. «Las últimas noticias en Internet hablan de un atentado en un bufete en Madrid, y una de las víctimas es Elisa, la del pre».
Nunca supo Elisa que hacía menos de una semana la habíamos mencionado en el afán de encontrar amigos comunes. Él sí había compartido con ella y sus amistades años atrás, y hoy era su amigo en Facebook. Yo apenas la conocía de vista y oídas, pero no importa, pues tenía mi edad actual, había logrado parte de su sueño y estaba lejos de su familia. Con eso basta para injuriar el fatal destino que le tocó.
¿Cuántas veces olvidamos la gran felicidad que significa estar vivos? ¿Acaso agradecemos cada mañana el privilegio de abrir los ojos y conciliamos el sueño cada noche, felices por un día más de vida nuestra, de nuestros familiares y amigos?
Ciertamente no lo hacemos a menudo. Lo asumimos como algo habitual, y nunca pensamos que algo impensable e inesperado puede modificar ciertas variables. ¿Qué debemos hacer entonces? Lo mismo que se hace cuando una caja con el cartel de «frágil» se coloca en un equipaje: tener mucho cuidado.
No me tilde quien me lee de exagerada ni crea que seré de las que me encierro en casa para evitar que me suceda cualquier cosa y prolongar así más mi existencia. Ya lo dice el refrán popular: lo que te toca, aunque te quites y lo que no te toca, aunque te pongas. Siempre he creído que el destino de cada cual está escrito desde el mismo minuto en que somos concebidos y no hay bolas de cristal que nos permitan conocer de antemano el futuro.
Mientras, sugiero tener más cuidado, como el que le dedicamos a esa caja que aparece en cualquier mudanza.
Al menos en lo que en nuestras manos está, cuidémonos más la salud, asumiendo estilos de vida saludables, alejados de vicios como el tabaquismo y el alcoholismo. Cumplamos con las leyes del tránsito desde el timón y desde el andar de un peatón, para que no sea la indisciplina el de-sencadenante de un mal mayor.
Seamos más prudentes en momentos en los que, erróneamente, nos creemos infalibles. Destinemos como mínimo 30 minutos cada día a hacer algo que nos guste mucho, y seamos más fuertes que el estrés que nos intenta dominar. Y aunque de algo hay que morirse, como se justifican siempre los que saben que actúan mal, no esperemos a mañana para hacer lo que hoy podemos.
No posterguemos para otro día el abrazo a quien queremos, la visita a quien no vemos o la llamada telefónica que pensamos y nunca hacemos. No dejemos que el cargo de conciencia nos aplaste al enterarnos de la muerte de alguien por quien pudimos hacer más mientras vivía y no hicimos. Y lo más importante, no estemos convencidos de que nos sobra el tiempo para hacer todo lo que deseamos.
Hay más tiempo que vida, y la vida, como me dijo él aquella noche con los ojos clavados en el techo, es muy frágil.