Cuando hace más de 15 años una carta-saludo me hizo conocer a Arnaldo Tamayo Méndez, el primer cosmonauta cubano, no imaginé que hoy escribiría sobre el mismo motivo de aquel viaje a La Habana.
Lo que fue en mis tiempos de pionera puntualita solo la inercia de participar en cada concurso convocado —nunca en artes plásticas, esas no se llevan bien con mis manos— se convirtió en un premio nacional.
El concurso Amigos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) me llevó, por primera y única vez, al Palacio Central de Pioneros Che Guevara, me posibilitó algunos amigos todavía recordados a pesar del tiempo y la distancia, me llevó en mi primer viaje sin familiares en tren, y sobre todo me dio la oportunidad de conocer al primer cubano en ver la Tierra desde el cosmos.
Bien guardado tengo el diploma-afiche con la firma de Raúl, en aquel entonces ministro de las FAR.
Por ahí está también la foto en blanco y negro de mi primera visita al Memorial José Martí y el certificado por ascender al lugar más alto de la capital.
Para una niña provinciana cuyo recorrido inicial, sin «quitarse el polvo del camino», fue a la casita de Paula, donde nació el Apóstol, y descubrir la trenza rubia de la cual nunca me contaron en clases, era un augurio excelente.
Luego vino el viaje al Instituto Técnico Militar José Martí otrora Colegio de Belén, donde visitamos el cuarto de Fidel intacto para la posteridad y la historia, y conocimos cómo practicaba baloncesto cada noche porque quería estar entre los mejores; y a la Escuela Interarmas General Antonio Maceo, en la cual años más tarde estudiaría mi primo Kelvis y mi mejor amiga Dailys.
Un cadete deslizándose de una palma con la destreza de un acróbata de circo, o varios soldados totalmente camuflajeados en el lodo y la hierba, al punto de asustarnos al advertirlos, son algunos de los mejores recuerdos de aquellos días.
Inolvidables resultan la silueta del Titán de Bronce y las 27 luces encendidas en el cuerpo, tal como fue herido en batalla, al compás de una voz en off que inundaba la entrada de la Interarmas; o la Gran Unidad de Tanques de la Gloria Combativa Rescate de Sanguily, donde por vez primera vi uno de esos carros de combate, y todavía siento la impresión al recordar.
En aquella semana hubo visitas a museos, el acuario y la playa, pero la experiencia cercana con la vida militar, que una vez estuvo entre mis aspiraciones para «cuando sea grande», fue lo más conmovedor.
Tales días en La Habana, y la réplica del yate Granma que ganó el holguinero Yolexis —porque entre todas fue su carta la mejor y más bonita— delinearon mi respeto y admiración a los trabajadores de las FAR, mucho más intensos entonces que el sentimiento que les había profesado antes, en mi carta-saludo ganadora.
Hoy vuelve a estar abierta la convocatoria: se concursa en artes plásticas, carta-saludo, cuento y poesía.
Seguramente todos los niños no tendrán mis experiencias, y aunque hasta muchos adultos no comprenderán la importancia de tener un ejército al lado del pueblo, siempre es bueno regocijarse por la posibilidad de ser, al menos una vez en la vida, los mejores amigos de las FAR y, en cualquier formato, decírselos.