La cola era inmensa, como sucede casi siempre. Cuando llegó la guagua, el chofer abrió las puertas y muchos montaron por ellas con una agilidad tremenda, para que no les cerraran el trecho. En medio del barullo, sorprendió el gesto de una joven dispuesta a pagar por el servicio: «…Por favor, pásenle al chofer», pedía después de estar «acomodada» en la parte trasera del ómnibus.
Como en el juego de la papa caliente, un peso comenzó a rodar, de mano en mano, desde la última puerta de aquel P-5 hasta llegar a su destinatario en el timón. Cumplía así la joven con el deber social del pago del transporte público. Y mientras ello ocurría pensaba en el reverso de esa actitud que vivimos a diario.
Es verdad que se hace difícil abordar los ómnibus por la puerta establecida, sobre todo si lleva tiempo sin pasar; pero nadie debería evadir depositar los 40 centavos en la alcancía o entregárselos al chofer o al ayudante autorizado, como se estableció, de forma experimental, en las capitalinas terminales de ómnibus de Guanabo y Santa Amalia.
Lo inadmisible es la tranquilidad, y hasta el carácter de aventura, con el que algunos asumen la evasión del pago. Ante esta situación no faltan los que se hacen los despistados, los que observan quién tiene un peso en la mano para simular que viajan juntos, o quienes simplemente saludan al chofer como si fueran viejos conocidos, en gesto de «ya pagué».
Son esos algunos de los ardides empleados por quienes suben a la guagua a costa de alejarse de este deber ciudadano. Las justificaciones son múltiples también: que si la cantidad de guaguas que deben pagar diariamente agotan todas sus monedas, que si no es necesario pagar siempre, o que si nunca consiguen cambiar el dinero y, por tanto, alegan no tener menudo, otro avatar que invita a seguir pensando en variantes para facilitar los pagos de nuestro transporte público.
El fenómeno no es nuevo. En 2009, cuando empezaron a circular los ómnibus articulados en la capital —que si bien no suplen la demanda sí constituyen un paliativo—, cuando se abrían las alcancías en las oficinas de recaudación, al término de cada jornada, se descubrían botones, piedras, arandelas, tuercas, monedas de otras nacionalidades, billetes rotos…; una situación que, según los directivos de la Empresa Provincial de Transporte, ha mejorado.
Muchos nos hemos preguntado más de una vez qué sucede si una persona no abona el dinero del pasaje. La interrogante tiene una respuesta tan rápida como su formulación: Nada… Quizá por ello decenas de personas suben a los vehículos sin abonar el costo y nadie exige lo contrario. Aunque tampoco faltan choferes y ayudantes que se embolsillan el dinero de sus clientes, a decir verdad, no pocas veces con inusitado descaro.
En el caso de los inspectores de transporte —que no están en todas las paradas—, solo se limitan a controlar, entre otras cosas, que las personas no suban por las puertas traseras, y de vez en cuando optan por recogerle el dinero, una práctica que también evaden pasajeros. Entonces, urge tomar mayor seriedad ante este fenómeno, pues indiferencia e indolencia son actitudes inadecuadas que subsisten y es deber de todos velar porque vayan desapareciendo.
Y después de tanto hablar sobre el tema, sin que falten esquilmadores entre clientes y choferes, todo parece indicar que la solución estaría en articular mecanismos en los que no medie directamente el dinero para el pago del transporte público, pues como apuntaba recientemente el Director General de la Empresa Provincial de Transporte de La Habana, en respuesta a una carta publicada en la sección Acuse de recibo, «el actual sistema de cobro es ineficiente y muy vulnerable».
De pasajeros, choferes e inspectores depende que el dinero recaudado engrose los fondos públicos, el de las empresas del transporte y de sus trabajadores, pues a pesar de estar deprimidas las rutas existentes, constituyen la principal vía para moverse de muchísimas personas. Ojalá que la acción de aquella joven del P-5 se multiplique y que actuemos con honradez y respeto por los bienes que son de todos.