Ustedes podrán pensar que es una exageración, una locura, una «guajirada», o lo que sea que les pase por la cabeza (de adivina no tengo mucho), pero lo que les voy a contar es lo que realmente ocurre a las doce de la noche de cada 31 de diciembre en El Gabriel, remoto pueblo anclado en la geografía de otro remoto paraje como Güira de Melena, mi tierra de fango rojo.
Tal vez no logren representarse la imagen, tal vez yo no alcance a describir tanta alegría y la escena parezca parte de una comedia de las más absurdas, pero lo que puedo asegurarles es que quienes somos parte de ese ritual recién construido hace varios diciembres, la pasamos de lo mejor. Y hacemos algo diferente; eso es seguro.
Para no dar más vueltas al asunto (aunque de vueltas se trata esta historia), la cosa es que cuando Radio Reloj anuncia las doce de la noche, y todos corren a la calle a quemar los años viejos (clásicos muñecones que se inventan ese día para decir adiós a los 12 meses que acaban), las calles de El Gabriel (se imaginarán que no son tantas) se llenan nada más y nada menos que de… carretas.
Como lo leen. No sé ni de dónde salen, quién las organiza o cómo nació la idea… pero siempre me monto. Y conmigo me llevo hermanos, primos, tías atrevidas y a mi abuela. A propósito, a ella tengo que convencerla de que no sería buena idea subirse, si no… Entonces, encima de aquellas carretas fiesteras comienza ese recorrido que no debe andar registrado entre los rituales más consagrados; pero, apenas lo descubran, pudiera estar dentro de lo más autóctono.
Así conquistamos las manzanas de El Gabriel. Y armamos coros con los estribillos más insospechados. Y vamos diciendo adiós como si fuésemos los únicos en comenzar el viaje del nuevo año. Repartimos las felicidades más estruendosas de toda Cuba y lo hacemos a nuestro modo, el del campo: con exageración más noble y deliciosa.
Afuera de cada casa nos esperan todos despiertos, como honrosa excepción de un pueblo que siempre duerme temprano (según corresponde a un sitio del campo, campo, campo…, diría un amigo camajuanense que aún en La Habana no se resiste a los cantos del gallo más cercano a su edificio y rige su horario capitalino como si tuviera que guataquear a la mañana siguiente).
Pero en esa fecha El Gabriel se echa agua en la cara y resiste, resiste hasta que pasen las carretas. Entonces sigue el agua, porque ese es el sello húmedo del día. Como si quisieran desearnos fertilidad de planta o productividad de tierras, nos empapan con lo que sea que tengan a mano los buenos vecinos que contribuyen a esta fiesta sin igual. Antes era solo una dulce señora quien se aventuraba a dispararnos pequeños chorritos con una feroz pistolota de niños. Ahora han perfeccionado los métodos: lanzan cubos bien llenos como para que no quede nadie sin ser bendecido por este líquido mágico, lo que juega a ser tradición.
Cuando usted, en la paz de su casa, tal vez ya de entrada a su centro de estudios, o quizá bien acomodado en el banco de algún parque, se encuentre con este relato, yo quizá ande casi sin voz y medio resfriada por los cubos de agua de la señora de mejor puntería y gracias a los coros que nos hayamos inventado para este año. No sé si se reirá de nuestras boberías. Pero si lo que siente es esa añoranza apacible que nos atrae a lo desconocido, o esa melancolía encantadora que nos llama a revivir andanzas pasadas, si lo que está sintiendo es eso… es bienvenido en El Gabriel… hay carretas para todos.