La espera. La impaciencia. La gente se agolpa en torno a la banda negra que impide el paso. Los pocos asientos instalados en aquel lugar solo permiten que apenas unos cuantos alivien el cansancio de tanto tiempo de pie. Cada quien trata de hacerse un espacio y buscar una mejor ubicación para, desde la distancia, intentar adivinar al ser querido que está detrás de una puerta que se abre solo a ratos. Luego, después de más de un año de separación: el abrazo.
A aquellos que todavía no les ha tocado ese momento y aguardan en el interminable desorden la llegada de alguien, se dedican a observar a los demás. Miran las reacciones, analizan las caras, estudian lo que llevan puesto, lo que traen como parte del equipaje y sobre todo la cantidad de bultos.
Por lo general, la intensidad y la duración de los abrazos se corresponden con el tiempo de la ausencia, del alejamiento. Así, puede usted descubrir abrazos de uno, dos, cinco, diez, 15 y hasta 20 años.
Los que están en la zona de los que llegan, rara vez cruzan la mirada con las personas que están a solo unos metros dando un hasta luego o un hasta siempre. Será porque a nadie le gusta mirar de frente a quien llora. Tal vez porque preferimos compadecernos en el silencioso vistazo a hurtadillas. En ocasiones el dolor ajeno golpea como propio pues le conocemos bien.
Entre las atestadas áreas de los que llegan y los que se van existe como un limbo, un limbo que al estar más despejado de gente deja al descubierto un piso lleno de cientos de huellas de zapatos. Marcas que van de un lado a otro. Memorias de polvo y suciedad conforman un lienzo nostálgico que alguien borrará al pasar el limpiador. ¡Cuántos pasos! ¡Cuántos rumbos! ¡Cuántos caminos opuestos!
Pasan los días: dos, siete, 15, 21… y se vuelve al mismo lugar. Sin embargo, esta vez se mira con envidia a los que están allá, allá donde el bullicio y los gritos le hacen saber al mundo que es tiempo de alegría, de compartir. Se desea con toda el alma estar es ese sitio.
Y uno llega con una coraza fantasmal, luciendo una máscara de no lloraré y con los labios pintados de color falsa sonrisa. Aparenta estar bien, pero los que despiden a alguien son fácilmente reconocibles: tienen en el rostro una interrogante: y ahora, ¿hasta cuándo?
Puede ser que ese día haya algún asiento vacío, pero es imposible reposar o estar en paz. Constantemente se mira el reloj. Minuto a minuto. (El tiempo y su relatividad son un desafío a la cordura). Sobre todo por su capacidad de permanencia: ¿qué hace alguien que está a punto de decir adiós a un ser amado pensando en la relatividad del tiempo?
Se habla de cosas intrascendentes: del pelado de aquella chica, del vestuario del otro, de lo malo y caliente que está el refresco, del mal sabor del sandwich con queso, de las marcas de manos en los cristales. Se ríe, se comenta, se asiente con la cabeza y se hace el silencio… espinoso, estrecho, agónico. Hasta que alguien vuelve a referirse al mal sabor del pan.
Ya es hora. Lo sabes porque no puedes despegar las manos de esa persona que se marcha. Pasas junto a los que se van a casa anunciando fiesta, luego por aquel pedacito donde casi nunca hay gente y finalmente te detienes ante otra banda negra que limita el paso. Alrededor todos están viviendo su propia historia de separación, pero no puedes preocuparte ahora por la madre que alza la mano para despedir a su hijo cuando estás a punto de experimentar algo muy parecido.
Nuevamente el abrazo, solo que ahora las manos se aferran como para no dejar escapar. El abrazo es largo y se deshace lento, pausado hasta que desciende a las puntas de los dedos. Se quedan las manos estiradas y un rostro vuelve la mirada constantemente. Se caen las máscaras y se corren los maquillajes. El ser querido se pierde en la muchedumbre al otro lado de una puerta. La espera. La impaciencia. Se alza la mirada y el cielo rompe en un adiós.