La otra noche soñé que tenía un almendrón. Era un Chevrolet del 57, de color azul, GRAAANDEEEEE, remendado con piezas de las más disímiles marcas. Me vi propietario y chofer de un antiguo carro americano de los que operan como taxis en diferentes rutas de la capital. Del sueño, sueño al fin, conservo muy pocas imágenes claras, pero la seductora idea puso a prueba mi imaginación por varios días.
Los boteros, como popularmente se les conoce a los conductores de este tipo de carros, son fotógrafos de la ciudad. Conocen los lugares y su gente, con la experticia de un psicólogo social.
Si yo manejara un almendrón mis palabras de presentación serían, «Buenas tardes», «Buenas noches» o «Gracias, que tenga un buen día», como suelen hacer algunos choferes con los que he coincidido cuando me muevo de la casa a mi centro laboral.
Llevaría a mis pasajeros del Vedado a La Palma, por 10 pesos, y si pagan el doble los transporto hasta el Reparto Eléctrico, en las afueras de La Habana. Pero tampoco sería un esclavo del dinero. No solo haría excepciones de pago con una cara bonita, sino con una señora que va a un turno médico al hospital, o con cualquier cubano sencillo y humilde, envuelto en apuros. La vida da muchas vueltas.
Yo no actuaría como aquel botero que le dijo a su ayudante que ya los ingresos del día estaban hechos. «Esta carrera es para garantizar los refrescos de la comida», dijo, mientras olvidaba que merecía respeto el bolsillo de quienes lo acompañábamos.
Probablemente me molestaría si los pasajeros tiran la puerta al bajarse, o si alguien monta en alto estado de embriaguez a mi carro. Pero, del mismo modo, no estaría bien que yo fume durante el viaje o escuche música a altos decibeles, sin saber siquiera el gusto o estado de ánimo de las personas que abordan mi vehículo.
El propietario del auto sería yo, pero estaría prestando un servicio a la sociedad. Por si fuera poco, la gente paga para que el viaje hasta su destino sea, en gran medida, placentero. «Dar botella» o recoger a alguien gratis en el semáforo, es otra cosa.
Si yo tuviera un almendrón no sacara provecho de la desgracia ajena, como aquellos que incrementan la tarifa hasta un sitio cuando está lloviendo, porque, después de todo, tampoco me gustaría que el carnicero, el profesor, el ingeniero o el médico (pasajeros todos) lucraran con mi necesidad.
Trataría de parecerme a El Flaco, el botero de Párraga al que le preocupa la sustitución de importaciones en el país, el cambio climático y el desempeño del equipo Industriales. Él asume que lo más importante son la familia y los amigos.
Un buen botero o botera debería promover siempre una conversación inteligente, o aprender el valor del silencio si no tiene nada interesante que decir. Se necesita además, una agradable sonrisa como la de Magalys, una cubana que apostó por este oficio, dominado esencialmente por hombres.
Tampoco me gustaría que me estigmaticen, o piensen que mi mente es una caja contadora. Haría como Rafael, el muchacho de Arroyo Naranjo, que ha devuelto ya dos teléfonos celulares y una memoria flash a pasajeros que han olvidado pertenencias en el carro que conduce.
Si yo tuviera un almendrón saldría en las mañanas a la calle. Cargaría con un pomo de agua fría para mitigar los intensos calores, un lapicero y agenda para anotar contactos, y con los documentos y accesorios habituales que un buen chofer debe tener siempre a mano.
Yo no tengo un almendrón, ni siquiera licencia de conducción. Solo espero de los boteros lo mismo que, probablemente, ellos exigen de los periodistas: que hagan bien su trabajo.