Si el tedio de la Televisión Cubana es sacudido por proyectos como Sonando en Cuba, como sucedió recientemente, el puritanismo criollo se levanta ofendido en nombre de la «picazón nacional».
Por supuesto, que cuando esta última pica hay que rascarse —y de inmediato—, porque no es nada insustancial el debate sobre lo valedero y lo reprochable en un asunto en el que lo que se juega son las defensas identitarias. Solo que asombra que en un país con tanta vocación universal provoque escozor cualquier apuesta experimentadora con aires de «otro mundo».
Para algunos, Cuba puede ofrecer, dar y darse mucho —hasta con lo que no tiene, como ha ocurrido tantas veces—, pero debiera tomar muy poco, olvidando que, culturalmente, este conjunto de islas es hijo de lo que el benemérito Don Fernando Ortiz denominó un ajiaco. Aunque debamos admitir que el compuesto acabó por ser muy exclusivo.
Mientras paquetes y paquetazos nos advierten de la urgencia de abrirnos, incluso parecernos más al mundo, sin dejar nuestro ser nacional, no faltan a quienes cualquier hendija por donde se cuele algo foráneo —como el caso del mencionado programa televisivo, destinado a estimular los talentos de la música popular—, se le asemeje a «prostitución cultural»; o en tono más relajado, a abrirse de piernas ante lo extranjerizante.
Frente a esa idea del aislamiento para mantener la castidad —en una isla abierta singularmente a los cuatro vientos— solo sirve de valladar una muy acendrada vocación universal.
Este archipiélago perdido en la geografía planetaria ha estado siempre plantado en un sitio singular ante enormes disyuntivas mundiales. No es mesianismo ingenuo: la casualidad, o la causalidad, para hablar en términos filosóficos, ubicaron en más de una oportunidad a esta nación en circunstancias mundiales excepcionales.
Hay algo muy grande en nuestra insularidad que apunta al mundo. Como expresa el Escudo nacional, también la geografía nos ofreció un espacio destacado como «llave de las Américas» y desde la concepción de José Martí, hasta en el equilibrio mundial.
Esa extraordinaria inmanencia le dio a este país ideas y hombres con una sorprendente vocación universal, como el Apóstol de nuestra independencia. La nuestra es una cultura de confluencias y resistencias.
Hasta el novel y prestigioso músico uruguayo Jorge Drexler, en su paso corto, aunque muy hondo por el archipiélago, destacó en la prensa esa especie de predestinación cubana. Para él la capital antillana ha sido un nodo histórico. «La Habana ha sido el centro que ha distribuido toda la cultura, todos los bienes, todas las interacciones sociales, históricas, comerciales… Esta sociedad fue hecha para estar abierta».
Lo dijo nada menos que en la misma semana en que culminó la transmisión de Sonando en Cuba, y se sucedían las mencionadas reacciones: «Cuba es como una esponja que todo lo absorbe». Y agregaba algo de lo que se olvidan los defensores de extraños puritanismos: «y lo reproduce con un color más bonito».
Para el joven músico este país «es capaz de honrar a otros, incorporar sus mejores valores, y rehacerlos a su imagen y semejanza para lograr un mejor producto».
Para argumentarlo, reconoció a Juventud Rebelde que uno de los hechos más lindos que le sucedieron en La Habana fue presenciar una rueda de casino. Lo afirmó tras conocer el origen de ese baile, surgido «cuando un grupo de jóvenes de los años 50 del pasado siglo intentaron copiar los pasos del rock and roll pero, por tener cuerpos y modalidades diferentes a los de los norteamericanos, convirtieron, sin querer, los pasos precedentes en ese magnífico suceso coreográfico que es el casino».
A seguidas el músico apuntaló con una frase, que debería grabarse en algunas mentes de esta parte del charco: «Ese ejemplo es una clave para este país, que puede recibir culturas de otro lado, y al final terminará convirtiéndolas en algo suyo y mejorado, con un sello propio como todo lo cubano».
En el ámbito de la música popular, está ahí para atestiguarlo el inigualable songo de los Van Van, nacido de influencias nacionales e internacionales múltiples, como las de la Aragón, Arsenio Rodríguez, Elvis Presley, los Beatles, el jazz, el reggae, el merengue, los ritmos caribeños, brasileños…, y quién sabe cuántos «demonios» del más allá.
Tal como exaltó Drexler, Formell se empapó de todo como una esponja para, manteniendo como sustrato al son, originar otra categoría de música bailable cubana.
Otras artes del patio vivieron esa asombrosa y encantadora transfiguración, como la ahora mundialmente famosa Escuela Cubana de Ballet. Para Alicia Alonso —la magia inspiradora que la hizo posible—, esa escuela no surgió al margen del desarrollo del ballet mundial. La Prima Ballerina Abssoluta admite que esas influencias se pueden rastrear, a través de eminentes profesores, como Alexandra Fedórova, de la antigua escuela rusa; Enrico Zanfretta, de la italiana, y otras personalidades de la escuela inglesa, así como en la concepción coreográfica impactada por el ballet de Estados Unidos.
Frank Fernández, otro de nuestros grandes, en este caso de la pianística, ha revelado que siente que tiene todas las influencias de lo bueno que se oye en este mundo, y a veces cree recordar hasta cosas de vidas pasadas.
Ejemplos similares demuestran que entre nosotros el sentimiento nacional y el deslumbramiento por lo foráneo convivieron en un maridaje extraño. Como el antiimperialismo y la conciencia plattista, pujaron cual lava volcánica; aunque para suerte, el amor y la pasión por Cuba fueron su más ardiente brasa.
La dicotomía nos viene por muchas razones: la insularidad, la posición como llave de las Américas, una cubanidad nacida de la fusión de múltiples culturas; el «fatalismo» geográfico: un país pobre bajo las mismas fauces de una potencia imperial, la universalidad: resumida en aquel tajo martiano de que Patria es humanidad...
Es extraño encontrar a alguien en este archipiélago que lo compare con sus iguales. La propensión es a medirnos contra lo mayor, contra lo mejor... Ese conflicto de siglos estimuló en algunos un sentimiento de autocompasión, de dependencia; y en otros una pronunciada vocación de insurgencia y autosuperación, energía superior que nos fue haciendo crecer como nación.
Claro que no fue de los enlatados o de la emergente industria mundial del entretenimiento —o del embrutecimiento como algunos la llaman— de donde bebieron los venerables que honran la cultura nacional. Pero ojo, algo de la espectacularidad y del divertimento, coloreado con nuestras propias aguas, nos ha de servir también para digerir de entre todo eso, en aras de hacer menos denso el panorama de nuestras vidas.
No vaya a ser que —parafrasean al gran José Martí—, de tan puros, el aldeanismo nos mate de aburrimiento.