Recojo las credenciales en la Sala Stampa para el viaje con el Papa y cruzo la calle, rumbo a los Museos Vaticanos, en una mañana melancólica. Después de viajar por el dédalo de los pasillos entre una multitud que más bien me arrastra, estoy en la entrada de la Capilla Sixtina.
A pesar de los policías que se mueven inquietos y claman en varios idiomas para que nadie tome fotos y se haga silencio, termino por no oírlos y no ver otra cosa que los frescos de las paredes. Paralizada y sola, ajena a la multitud, invoco a San Eduardo Galeano de la Literatura: «Ayúdame a mirar», que como bien saben los que han leído sus Ventanas, fue lo que le pidió un niño a su padre cuando este lo llevó a conocer el mar.
Sobre mi cabeza está la imagen de esos dedos que se alargan en el momento en que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Esta imagen bastaría para explicar, si toda la bóveda de la Capilla Sixtina no fuera la apoteosis de las formas, porqué los contemporáneos de Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564) nombraban su genio con el término terribilitá, con el cual aludían al infinito vigor físico, a la pasión creativa y la intensidad emocional —por momentos rayana en la ferocidad— que lo llevaban, por ejemplo, a tratar al Papa con una familiaridad que ni el Rey se permitía. Dicen que Julio II, el Pontífice que hizo el encargo de los frescos de la cúpula, asomaba la cabeza en la Capilla y preguntaba a gritos:«¿Cuándo estará acabada?», a lo que el artista replicaba tan campante: «Cuando esté acabada, Su Alteza Serenísima».
En la pared principal, donde está el altar, Miguel Ángel dejó por lo claro su admiración hacia la anatomía —«mis ojos, que codician cosas bellas», escribiría en un poema.
Tal ansia de belleza ni siquiera la pudo ocultar la censura, que intentó cubrir las desnudeces —«encalzoncillar», me corrige una amiga italiana— de todas las criaturas humanas y divinas que aparecen en el Juicio Final, la única obra de este arquitecto, escultor y pintor que se puede ver de frente.
Pero no llegué hasta aquí solo para ver la pintura de Miguel Ángel e imaginarme sus últimos toques de pincel, por más que me conmueva. Desde 1492 en este lugar se ha elegido a los Papas, bajo la invocación del Espíritu Santo. De aquí salió hace algo más de dos años el Cardenal Jorge Bergoglio como Francisco, y me doy cuenta de que he venido a la Capilla Sixtina, apresurada y ansiosa, a buscar algún indicio de esa batalla.
Sin embargo, el escenario en el que tal batalla se libró, a pesar de cuánto pesan el arte y la historia en esta sala, es un rincón lleno de turistas que empujan y hacen malabares para burlar a los guardias y llevarse el trofeo de una fotografía con un angelote a sus espaldas. Una codicia de cosas bellas muy distinta a la de Miguel Ángel, una metáfora de la frivolidad que abunda, además, del otro lado del muro vaticano, en la Roma de quioscos y Coliseo, de columnas e inmigrantes paquistaníes disfrazados de gladiadores, que viven como pueden de los turistas y de la memoria del Viejo Imperio.
«Les pido que recen por mí, y si alguno no puede rezar, le pido que me piense y me mande buena onda», dice Francisco con humildad y buen humor en una de sus homilías. Cuando paso de vuelta por la Sala Stampa, hilvanando ya esta crónica mentalmente, pienso que al Papa no le molestaría que alguien que anduvo buscando su rastro en los museos vaticanos, invoque también un rezo y una buena onda para Miguel Ángel y la Capilla Sixtina. Vaticanos. (Tomado de Cubadebate)