Algunos imposibles nos desvelan, nos seducen, nos amarran a la cuerda irrefrenable de la locura. Le dan pasión al día a día y consiguen ese ritmo en nuestras respiraciones que solo el amor infinito sabe marcar. Quizá nunca se llegue a domesticarlos, pero solo el intento vale. Porque quien subordina su vida a un imposible de los más imposibles, hace que cada minuto cuente en la batalla inacabable y engrandecedora de adjudicarle un destello de posibilidad.
Y es capaz de sonreír, de llorar, de gritar, de abrazar, de ceder, de luchar… tan solo por las esperanzas ocultas de volver realidad el anhelo. Un anhelo tan útil como el que hacía a Rubén Martínez Villena exaltarse con sus alas cortas para conquistar las nubes altas. ¿Quién dice que es inútil el empeño por elevarse hacia lo que está en otra dimensión? Solo el viaje continuo de intentos lo vale.
Pero hay menudos imposibles que oscurecen, que lo abarcan todo con su sombra . Son los imposibles que se nos presentan con esa credencial que proclama la ausencia de ilusiones por revertirlos. Son los que nos hacen saber que no se conquistan con miles de esfuerzos extras, los que ponen sobre nuestros hombros la carga pesada de la resignación, los que llegan y se plantan en medio de la creación con esa soberbia gris de ser imposibles legitimados, aceptados y eternizados.
Esos imposibles dan miedo, preocupan, nos ponen en vilo. Porque de no domarlos con una energía casi tildada de irracional, se convierten en amarguras «disfrutables», en fragmentos sentenciosos de lo que no se puede mover, en estatuas infalibles de la conformidad que apaga, en monumentos de la espera inerte, en imposibles para no pensar, en imposibles que adorar sin planes para destrozarlos, en imposibles consagrados, puestos a salvo de la capacidad de lucha.
Entonces nos reunimos a rendir culto a la imposibilidad, a maldecir lo ineptos que somos y a compadecernos entre nosotros por estar «presos» de lo inmodificable. Solemos ver la responsabilidad en el ambiente, y nos gusta cruzar los brazos mientras observamos con desdicha cómo nuestros deseos doblan la esquina y se marchan para siempre, asfixiados de tanto oxígeno inservible. Hasta les decimos adiós; o en ocasiones, hasta pronto, pensando en que un día todo puede cambiar y ya será fácil echarse el imposible en un bolsillo. Pero esperando el instante, las ganas ya han hallado cómo respirar en otros pulmones valientes. Y nosotros terminamos desfallecidos de tanta energía, muertos de ganas de vivir, como cantara el trovador de negro.
Vale entonces la revisión de nuestros desvelos, porque el exceso de algunos insomnios puede invitar a dormir. Y lo imposible no viene con etiquetas: nosotros se la ponemos. Hay que despabilarse y estar atentos a cualquier guiño insignificante de posibilidad, o crearla si se demora. Que no haya imposible que se atreva a regodearse dentro de nuestras calmas.