Provoca un hondo dolor que al recordar hoy la muerte de Fabio Di Celmo, su padre Giustino no estará con nosotros para evocarlo. Hace solo tres días dejó de existir.
En esta triste coincidencia pensamos cuando escribimos estas líneas sobre la desaparición física de «Fabiucho», como sus padres y hermanos le llamaban.
Al filo del mediodía del 4 de septiembre de 1997 explotó una bomba junto a la barra del vestíbulo del hotel habanero Copacabana, en Miramar. Era el diabólico fruto de un atentado mandado a realizar por el terrorista confeso Luis Posada Carriles, y financiado por la mafia de Miami, apoyado por la CIA de Estados Unidos y perpetrado por un mercenario, hace hoy 18 años.
Cuando se produjo el sorpresivo y tremendo estallido, los cristales de la entrada del hotel se hicieron trizas, el falso techo cayó estruendosamente y del lobby salieron despavoridos varios huéspedes, empolvados y sangrantes, aunque con heridas leves.
No fue así en el caso del joven Fabio Di Celmo, de 32 años, a quien el padre había traído a Cuba en 1993 para que lo sustituyera paulatinamente en su quehacer de empresario consagrado a ayudar a Cuba.
En cuanto el humo y el polvo permitieron tener la visibilidad necesaria, Carlos Rafael Ortiz Diez (El Moro), trabajador del hotel —uno de los grandes amigos de Fabio— vio su cuerpo mortalmente herido. Había estado minutos antes conversando con él, en espera de un matrimonio de jóvenes italianos invitados por Fabio y que eran también huéspedes del hotel.
El «Moro» contó que por una gran abertura de los cristales rotos con la inesperada explosión —del pasillo de la piscina hacia el bar— penetró corriendo Leonardo (Leo), el guarapero, un muchacho también muy amigo de Fabio.
Al acercarse, reconocieron al hijo de Giustino y gritaron al unísono: ¡«Caballeros, es Fabio!».
Desde que lo vieron en el piso y lo levantaron (según explicaron), se dieron cuenta de su extrema gravedad, pues al cargarlo se desmadejó completamente y su cabeza cayó hacia atrás en forma brusca.
Los dos amigos comprendieron que no podría salvarse ya, certidumbre a la que llegaron, además, al ver un trozo de metal incrustado en el cuello del joven. La herida, sangrante, era como un triángulo, y el metal un pedazo del cenicero de ese material donde un mercenario salvadoreño colocó la bomba de factura yanqui.
Lo cargaron Juanito, el cantinero que estaba en el lobby-bar, Leo y El Moro. Rápidamente lo montaron en un auto. Juanito entró primero, con otro más que Carlos Rafael no recordaba, y lo llevaron a toda carrera hacia la clínica Cira García.
Varios médicos lo atendieron de inmediato, pero enseguida lo llevaron al salón de operaciones, según explicara después el cirujano Manuel Cordoví, ese mediodía de guardia en el centro.
El galeno dijo que todo fue inútil, por lo crítico de su estado. Tenía una herida de cinco o seis centímetros que había provocado un profuso sangramiento. Solo conservaba un débil hálito de vida. El grueso fragmento de metal le había penetrado en forma directa y violenta en la parte izquierda del cuello, un poco hacia la región posterior y le había interesado, de modo fatal, la arteria carótida y los demás vasos sanguíneos. No hubo tiempo de nada.
El trozo de metal le había cercenado también una vértebra cervical en el punto exacto por donde entró disparado por la fuerza expansiva de la bárbara explosión.
Giustino nos contó que él estaba en Italia y regresó el tres de septiembre —el día antes de la muerte de su hijo— para acompañarlo con Francesca y Enrico, los amigos italianos invitados que se casaron y estaban de luna de miel en el Copacabana.
Ese fue el resultado del acto criminal que hoy nuestro pueblo recuerda con un doble dolor, porque a la otra coincidencia, se une la de saber que los culpables del crimen siguen paseándose en Miami sin castigo.