Desde Damasco, mi amigo y colega de Prensa Latina, Miguel Fernández Martínez, me comenta impresiones sobre sus días de misión arriesgadísima, de aproximaciones sucesivas a una verdad que desgarra y quita el sueño. Lo hace porque se lo he pedido a pesar de que tal vez solo sería atinado pedirle, una y otra vez, que se cuide: «La situación en Siria es bien compleja —responde él casi de inmediato—, es una suerte de plaza asediada por los cuatro costados, atacada con odio, con saña, por sus enemigos de siempre. Eso, una plaza sitiada que se niega a rendirse a pesar del empuje de las armas y el dinero».
Miguel cuenta cuán difícil resulta aceptar las historias de las cuales es testigo: «Aquí se está tratando de imponer la irracionalidad, el odio, el fanatismo religioso». Él está en un escenario de guerra «cruenta y bárbara, con historias de sadismo en su más alta expresión». Ante su corazón que cree en la poesía y en la belleza de la vida, se suceden «las aldeas arrasadas, las mujeres y niños degollados como bestias, los jóvenes secuestrados con la única alternativa de servir a las huestes terroristas o morir acuchillados por el cuello».
El periodista visitó hace no mucho «una escuela en Hamreet, en la región de Kherbet Sultana, al sur de Damasco, totalmente destruida después de ser atacada con misiles y morteros por las bandas extremistas que operan en la zona». Allí miró aulas destruidas, paredes desplomadas, sintió el olor a pólvora y a muerte en cada rincón de lo que hoy son solo ruinas.
Escribe Miguel que en los pueblos que ocupan las bandas terroristas del Frente al-Nusra o el Estado Islámico, estas cierran las escuelas, decapitan a los maestros y abren escuelas con sus ideologías, adoctrinan y llevan a los niños a combatir desde edades tempranas. Los niños, vida en flor, son las principales víctimas: o mueren o son entrenados para el suicidio o para practicar la decapitación.
«Son los niños los que llevan los puñales, cual si fuera un ceremonial, para entregárselos a los verdugos que decapitan a nombre de Alá y el Corán. Y las mujeres no sufren menos». Miguel describe entonces que como contraparte de tanta bestialidad está la resistencia del pueblo sirio: ya son cuatro años de arduos y duros combates, con más de 40 000 soldados y oficiales muertos en la contienda (casi la sexta parte del Ejército).
Cada vez que visita un frente de batalla y se identifica como cubano recibe mucho afecto. Hace unos días, mientras recorría las montañas del Qalamoun, cerca de la frontera con Líbano, un coronel sirio le dijo: «Si usted está aquí, entonces ganaremos, porque Cuba es el ejemplo más grande de resistencia que hay en el mundo».
Cuando Miguel dice ser cubano, los soldados sirios se tocan el pecho ante él en símbolo de respeto y mencionan a Fidel y al Che. Cierta vez, mientras visitaba el frente de batalla en la zona de Daara-Quneitra, al sur de Damasco, un soldado partió su ración de pan a la mitad y le dio una parte porque, a su entender, comer cerca de un cubano le daría fuerzas para combatir.
Las cifras estremecen: ya son más de 250 000 los muertos en cuatro años de conflicto, son más de siete millones los desplazados y mil los estudiantes y maestros asesinados en sus escuelas. La paz y la tranquilidad son quimeras: no se sabe cuándo y dónde será la próxima explosión; por doquier van los jóvenes uniformados y con AK-47 al hombro, se dirigen a sus unidades de combate. Cuando Miguel los mira piensa que ellos podrían ser sus hijos. Cuando los mira sabe que muchos volverán mutilados, ciegos, con el futuro trunco. Pero también nota que esos muchachos «sueñan y se esperanzan. Por eso luchan y se defienden, porque creen en una vida mejor».
Miguel, mientras cumple con su misión periodística, piensa en la suerte que ha dejado atrás, en su «Isla gigante». Y me hace meditar: la dura y compleja situación que vive Siria ilustra, entre otras lecciones, lo que sucede cuando se pretende el fin de la historia, cuando las ideas dejan de tener sentido y no se lucha por determinado tipo de pensamiento, cuando ni siquiera se puede contrapuntear con el adversario a partir de un sistema de ideas: si se mata usando el nombre de Dios, todo se vuelve abrumadoramente complejo en el camino de alcanzar la paz.
El otro pensamiento al que me lleva Miguel es que en la «Isla gigante» hay logros a veces tan silenciosos que casi por rareza nos detenemos a valorarlos. Como la paz, palabra breve que encierra la existencia de la vida y es una de esas conquistas «intangibles» que nosotros, por consenso, por sentido común, por inteligencia natural, hemos mantenido en pie sin negarnos a nosotros mismos. La paz, legada por nuestros padres, cuyo hechizo, cuyo milagro en este «cambio de época» que vive y sufre el mundo, no nos aventuraríamos a desvencijar.