Aprendí el sugerente concepto de la dialéctica de la realidad que da título a esta crónica cuando trabajé cerca de Armando Hart, entonces ministro de Cultura. Aunque conocía su trayectoria de dirigente nacional del Movimiento 26 de Julio y recordaba su espectacular escapatoria de la Audiencia de La Habana bajo la dictadura de Fulgencio Batista, nunca había tenido trato personal con él, apenas quizás algún encuentro casual en la Casa de las Américas. Como muchos cubanos de la época, conservaba la imagen del juvenil Ministro de Educación que parecía un estudiante más en ocasión de sus visitas a la Universidad de La Habana en tiempos de Campaña de Alfabetización y de Reforma Universitaria.
Al asumir el Ministerio de Educación en el primer gabinete constituido tras el triunfo de la Revolución, libre como siempre lo ha estado de estrechos sectarismos, aglutinó a su alrededor a los mejores pedagogos de la época, algunos de ellos establecidos desde siempre en la capital y otros procedentes de la muy renovadora Universidad de Oriente, surgida sin las ataduras que aherrojaban a la muy bicentenaria habanera. La de Oriente, en cambio, pudo incorporar a su claustro a lo mejor del exilio español que decidió permanecer en Cuba a pesar de las trabas burocráticas que impidieron el acceso a la educación superior al reconocido hematólogo Pittaluga y a la discípula de Ortega y Gasset, María Zambrano, tanto como a los que radicaron aquí, Juan Chabás, Herminio Almendros y Julio López Rendueles, entre otros. Para navegar en aguas procelosas, el ministro de Educación Armando Hart encontró apoyo en sus asesores. En el conjunto heterogéneo no faltaba Raúl Ferrer, el maestro de Yaguajay, como acostumbraba apodarlo mi padre, contertulio suyo, de Almendros y de Antonio Núñez Jiménez en el desaparecido café La Isla.
Hart nunca ha rehuido asumir los retos de la tarea revolucionaria. Afrontar la creación del Ministerio de Cultura en 1976 fue uno de ellos. Se integraban varias instituciones con historia propia con contradicciones conceptuales: el Consejo Nacional de Cultura, el Instituto del Libro y el Icaic. En el caso de las dos últimas, se trataba de conglomerados industriales que involucraban a escritores y cineastas, además de un aparato productivo y de distribución.
Al mismo tiempo, había que reconquistar el diálogo con los creadores. Su discurso en el II Congreso de la Uneac produjo un poderoso impacto. Con un estilo novedoso, afirmaba que había llegado la hora del arte. Como lo hiciera antes en Educación, Hart reunió a un equipo portador de distintas experiencias en el campo de la cultura y de la enseñanza. La base conceptual que presidió el conjunto de acciones emprendidas se fundamentaba en el entendimiento de la cultura como un complejísimo tejido de redes que involucran a los creadores y a sus destinatarios, considerados ambos copartícipes de un proceso interactivo. Los festivales que entonces se promovieron tuvieron como propósito ampliar los circuitos de comunicación de la obra de arte y llegar a las fábricas, a los centros de educación, a las cooperativas. Se enfatizó en los debates y en la necesidad de abrir vías para el intercambio de ideas. Los artistas intervenían en la toma de decisiones en tanto que asesores en todos los niveles de dirección del Ministerio.
El camino emprendido se iba abriendo en medio de numerosos obstáculos. En muchos sectores seguían prevaleciendo prejuicios en relación con los artistas. No faltaban tampoco responsables con alta jerarquía en las provincias, acostumbrados a solucionar problemas urgentes de orden práctico, que no comprendían el verdadero papel de la cultura. Consideraban por lo regular que bastaba con ofrecer de cuando en cuando una función recreativa más populachera que popular. La sistematicidad en la tarea, el fomento de bibliotecas, grupos de teatro o conjuntos musicales les parecía un gasto inútil. Para paliar las consecuencias negativas de concepciones administrativistas, Hart impulsó la idea de las diez instituciones básicas de la comunidad. El proyecto tenía el inconveniente de establecer una política igualitaria al margen de las características locales. Fue un modo compulsivo destinado a fortalecer las bases institucionales, traducido en tareas concretas incluidas en los planes de trabajo de los dirigentes locales. Convencido de la imposibilidad de una auténtica práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria, Hart ha eludido siempre al ejercicio de lo que mi maestra Vicentina Antuña llamaba practiconería. En términos más exactos, Fidel aludió al asunto en su discurso del Aula Magna al apuntar que no puede sacrificarse la estrategia en favor de la práctica. Consecuente con esa línea de pensamiento, los debates en el seno de su más cercano y heterogéneo grupo se centraban con frecuencia en temas conceptuales. En caso de necesidad, se acudía a la opinión de otros colaboradores o se solicitaba un análisis del problema a los centros de investigación que entonces se crearon. Porque, en efecto, cada solución entraña nuevas contradicciones y dirigir implica, entre otras capacidades, la de prever y percibir el olor de la yerba que apenas está germinando.
En los 80 del pasado siglo, estaba emergiendo una nueva generación. A diferencia de sus mayores, habían disfrutado de los beneficios de un sistema de educación universal y gratuito, cualitativamente reforzado por las escuelas vocacionales, según el modelo de la Lenin. De origen humilde en la mayor parte de los casos, procedían de familias que no tuvieron acceso a la enseñanza media y, mucho menos a la universidad. Hart se preocupó por formar un relevo y sistematizó encuentros personales con los más inquietos, a veces en espacios informales como el Centro Alejo Carpentier, evitando así la interferencia de burócratas y de intermediarios ineptos. Era también un modo de «cambiar las reglas del juego».
Martiano raigal hasta el día de hoy, Armando Hart dedica sus esfuerzos a propagar la obra del Maestro y a comprometer en ese empeño a los más jóvenes. Los textos del autor de La Edad de Oro engarzan para él con el trazado fundamental de la cultura cubana, sustentado siempre, en distintos contextos y perspectivas, en la defensa de una eticidad insobornable. Cuando se acerca la fecha de un cumpleaños que llamamos redondo, quiero reconocer públicamente mi aprendizaje en aquella etapa compleja, como lo son todas. Mi experiencia personal era otra. Descubrí un costado desconocido de la praxis política y de los modos de solventar los obstáculos interpuestos al buen hacer, tanto por las limitaciones objetivas, como por el insondable laberinto de la subjetividad humana. Porque, lo reitero otra vez, cada solución engendra nuevos problemas. Con esa herramienta de análisis, se articulan los reclamos del ahora con el horizonte de un irrenunciable deber ser, se evitan la autocomplacencia y el triunfalismo.