No sé si será una impresión surgida del primer vistazo, pero este año me pareció ver más homenajes al Maestro que en otros eneros de aniversarios «no cerrados». Miré más calles con hondas simbólicas, más antorchas en la noche estremecida... más versos latiendo en uniformes escolares.
Cuando uno capta crecimientos que desembocan en el Héroe de Dos Ríos, inobjetablemente se entusiasma. Sin embargo —pensaba mientras veía esos torrentes de niños y jóvenes—, ese posible ensanchamiento en las multitudes se tornaría liviano si no fuera acompañado de una multiplicación del culto verdadero a Martí.
Y también me decía que es útil la ofrenda en una fecha puntual de enero o de mayo, aunque vale más el homenaje con acciones.
¿Cuántos de esos millones que desfilaron en enero son totalmente consecuentes con los preceptos martianos? ¿Cuántos pondrán la cultura en su sangre y conciencia, martianamente hablando?
El sentido de estas preguntas se sustenta en la necesidad de lograr una educación martiana, aspiración compleja porque, como bien señaló Cintio Vitier (1921-2009), no solo es educación «la que se imparte en las aulas, sino también la que se manifiesta y vive en las calles y los campos de la patria».
Ese brillante intelectual —siempre presente pese a su ausencia física— nos advertía en diciembre de 2006, en una conferencia que debería ponerse en la cabecera de la nación, que «la incultura en las formas de vivir es también una esclavitud de la que tenemos que autoliberarnos, sin la excusa de que es un mal contemporáneo universal».
De manera que —apuntaba— había llegado el momento, inaplazable, de discernir y formular con entera claridad cuáles son los principios y objetivos de la educación martiana en Cuba.
Entre otros, señalaba el fundamento constante de la historia, la necesidad de la información irrestricta, el viaje perenne a los héroes y mártires, la formación basada en la libertad de conciencia y de expresión, el cultivo y dirección de los sentimientos y el fomento de la creación como raíz de la vida.
Estos preceptos, vinculados entre sí, tienen kilómetros de cuerpo; y concretarlos en su esplendor se antoja como una de las metas más difíciles de nuestro proyecto educativo.
Por eso mismo, viendo pasar a tantos adolescentes y jóvenes, al lado de sus maestros, camino a la evocación al Héroe Nacional, me preguntaba en qué momento de la vida una parte de ellos toma la seudocultura y el aniquilamiento de los modales como forma de existencia, y se aparta así del Apóstol.
Porque si hay un principio imprescindible hoy, de los esbozados por Cintio, es el que tiene que ver con la «educación de las apetencias» y el de conectar «la belleza con el bien».
A la sazón, ese martiano infinito acotó que para andar en el camino del Apóstol no era mucho pedir a nuestros educadores —no solo a maestros— «una campaña nacional en favor del no hablar a gritos fuera del ámbito escolar y de no subir los decibeles de la música, o supuesta música, hasta el mero estruendo vibratorio de los amplificadores electrónicos».
Lo apuntaba no por un asunto menor, sino porque hace falta «mostrar las calidades superiores de la vida, refinar los placeres, comunicar los instintos con el arte».
Sugería Vitier que esa campaña, que no implica reprimir, censurar, prohibir, aún no ha dado todos los frutos soñados. Tendremos que implementarla día a día, entre todos; con inteligencia, como hizo David contra Goliat, pero también con métodos enérgicos, que superen la pedagogía tradicional.
De ahí que los sujetos con hipotética influencia en los otros, empezando por los educadores, deban tener como horizonte la superación continua para poder «educar la sensualidad», como prescribió Cintio. No es que obviemos la flor al Maestro en la fecha sagrada de su nacimiento. Se trata de que, educando, la flor se introduzca en la actitud de los que la portan y se haga, al final, firme raíz.