Hace poco recibí una de las peores noticias para una periodista veinteañera y miope como yo, que ha pasado dos tercios de su vida con espejuelos, tres años de ella con un parche incluido.
Según la consulta de oftalmología, tendré que disponer de cristales graduados de por vida: no reúno «los requisitos quirúrgicos» para una operación, y además tengo en el ojo derecho «sospecha de queratocono», enfermedad de la córnea que causa mala visión de forma progresiva.
Aunque esa es la novedad, esta historia nació tiempo atrás. Desde los ocho años uso lentes de aumento. En un inicio acompañaba mis armaduras de pasta con un parche de gasa y esparadrapo en el ojo derecho. En mi ferviente imaginación entonces, y tras mis lecturas de Emilio Salgari, me figuraba Yolanda, la hija del temible Corsario negro aunque no tuviera otros mares que conquistar que no fueran los pasillos y patios interiores de mi escuela primaria en Pinar del Río.
Como toda cría de esa edad, en un principio resultó un proceso complejo adaptarme a las gafas, por mucho que mis padres explicaron su importancia.
Si me tomara como referencia para cierto ejercicio que hacíamos en una clase de Biología por aquellos años, la división de mis escasas libras de entonces concluiría en cuerpo, cabeza, extremidades… y espejuelos. Los tuve de todo tipo: grandes, pequeños, oblicuos, rectangulares, de metal medio verdoso —resultado de la humedad y el calor— y hasta de un plástico muy quebradizo.
Y junto a todo ello, el «drama de la estética». Como por algún tiempo no había mucho que elegir, tuve mis días de «intrépido volador», de complejo de parabrisas de guagua Girón, hasta de escaseces y olvidos con armaduras de una pata, o remiendos con cinta adhesiva transparente. En cambio, ahora tengo de varios tipos y colores, y hasta sueño con mi par de lentes fotocromáticos, tan caros, digo, lindos ellos… Pero esa es otra historia.
Igualmente tuve mis períodos: desde la etapa en la que, dentro de la cotidiana burla escolar, me apodaban «cuatro ojos pistoleros» o Mayra Frankestein —en alusión a mi padecimiento y con rejuego vocal de mi apellido—, a las ocasiones en las cuales salía de mi casa y escondía los espejuelos en algún bolsillo recóndito en mi carpeta. Incluso, durante los períodos universitarios, en plenas matinés habaneras hacía mis trucos a lo Houdini y pasaban en un santiamén de mi rostro al bolsillo del pantalón. De todas formas, hay poco que ver en una discoteca…
Cuando una vive semejantes escenas y siempre piensa «se acabará pronto» o «llegará el día en que no los uses», que te diagnostiquen lo contrario no es precisamente el happy end esperado.
Eso y más he pensado en estas jornadas cuando precisamente visité a Gabriela, la hija de siete años de una amiga. Gabi es yo 20 años atrás, como esa primera vez que me llevaron al cuarto oscuro a «adivinar» las letras en el final del corredor. Hace unos nueve meses le indicaron «espejuelos permanentes», como decimos los cristal-dependientes.
Mi amiga, preocupada por la asimilación de la niña, y conocedora de nuestra empatía, me pidió que le hablara con la esperanza de que acogiera la idea con mayor disposición.
Comencé con lo básico. Gabi, ¿cómo te va con tus espejuelos? —Bien. —¿Te gustan los que te compró mamá? De nuevo monosilábica: Sí. —Mira que es bueno para ti, ves mejor las cosas y te quedan lindos, chica. —Sí, yo lo sé. —Además, están de moda. Mira a Harry Potter, le sugerí persuasivamente aunque a mí John Lennon, Steve Jobs y Woody Allen no me convencieron.
«Pero Mari, para que tú me dices todo eso», me interroga con dudas. —Nada Gabi, para que lo sepas, le dije cuando el reloj marcaba más allá de las nueve y había llegado la hora de la siesta nocturna.
Cuando ya me despedía advertí que la nena se acurrucaba con los espejuelos aún puestos. «Gabi, si quieres te los quitas para que estés más cómoda. No hacen falta mientras duermes». —«Pero, Mari, ¿quién te dijo eso? Yo me los pongo siempre: así puedo ver mejor los sueños».
Una periodista veinteañera y miope como yo, que ha pasado dos tercios de su vida con cristales graduados, tres años de ella con un parche incluido, quiso convencer a Gabriela, una niña de siete años, de llevar espejuelos. Ella me convenció a mí.