Nunca me ha convencido del todo la idea de una educación formal. Sugiere un comportamiento externo, convencional, sujeto a normas establecidas en cada época según las jerarquías sociales del momento. Así existió el besamano y a las niñas se les enseñaba a hacer la reverencia.
A mi entender, los fundamentos verdaderos de la buena educación, válidos ahora y siempre, nacen de dentro hacia afuera. Proceden del mandamiento básico para toda vida en común: «respetaos los unos a los otros». Es el principio que conduce a respetar al niño, aunque sea pequeño y le falte mucho por aprender. La personita comprenderá que debe reciprocar con igual trato a cuantos la rodean.
Las jerarquías tampoco autorizan el irrespeto, sean maestros, jefes, funcionarios o porteros. Se trata, ante todo, de una actitud ante la vida inspirada en sentimientos que deben refinarse desde que empezamos a crecer considerando siempre que la humillación lacera la dignidad humana, lo primero que tenemos que enaltecer. Esa fuerza interior induce espontáneamente a dar los buenos días y las gracias, a procurar agua, asiento y sombra al caminante cansado, a tender la mano al caído y a considerar la necesaria tranquilidad del vecino. Limando asperezas, se nos hace más grata la vida a todos.
Para defender la inclusión social y la consideración de la diferencia, el pensamiento contemporáneo ha puesto en circulación el concepto de otredad. Ocurre con frecuencia que, visto de manera abstracta, puede contribuir a establecer compartimientos estancos. En el terreno de lo concreto, importa sobre todo, enfatizar la relación entre yo y el otro, cada cual portador de un universo complejo en el que intervienen factores culturales, psicológicos, educacionales. El tejido de los vínculos interpersonales es muy tupido. Tiene carácter e intensidad diversos. Hay una zona íntima, de entrega extrema. Convivimos con un vecindario heterogéneo al que nos unen afinidades e intereses comunes, aunque en algunos casos nos separen diferencias a veces insustanciales. Colegas y compañeros de trabajo coinciden en un interés profesional, germen posible de una amistad y de una profunda comunidad de proyectos. Pertenecemos a organizaciones políticas o religiosas, cada una de ellas regida por principios y normas de conducta voluntariamente aceptados por sus integrantes. Estamos hechos de partículas únicas e indestructibles, horneadas por la vida que nos impone el desempeño de papeles variados en los que utilizamos una parte de lo que somos.
La clave del convivir está en la tolerancia, que no significa permisividad ante lo mal hecho, sino conciencia de la propia imperfección y comprensión de las debilidades ajenas. Tal fue la mejor lección de humanismo. En una época ensangrentada por las guerras de religión, Montaigne predicó y practicó el respeto mutuo, visión que alcanzó a las culturas originarias de América, conocidas tan solo por referencias distantes. En sus Cartas Persas, Montesquieu sometió a crítica las costumbres de la sociedad francesa desde la supuesta mirada del otro. Descrito por José Martí, Fray Bartolomé de las Casas renunció a su bienestar personal y entregó todo su saber en el empeño por defender a los indios de América. Enfrentó en Cuba la violencia de los encomenderos y la encontró multiplicada en Chiapas, el territorio más pobre de México.
A veces nos convertimos en jueces implacables de los demás. Con venda colocada sobre los ojos, ante una balanza en difícil equilibrio, la Justicia tiene a su cargo la aplicación de leyes generales elaboradas por una sociedad. Como el Bien, es un principio abstracto que se escribe con mayúscula. En el ámbito de la vida cotidiana, se escribe con minúscula, próxima a otras cualidades como la bondad, la generosidad y la solidaridad. Así, animado por el idealismo de Don Quijote y por su sentido común de campesino, quiso ejercerla Sancho Panza en la Ínsula Barataria. No es fácil, pero vale la pena intentarlo.