No podemos negarlo. Él casi siempre nos altera; no logramos entenderlo, nos desespera. Queremos salir de la situación, como sea y al costo que sea, pero rápidamente… y él aparece con sus «imperfecciones» o «perfeccionismos». Ha sido tremenda mala suerte que estuviera justo ahí, delante de nosotros, con lo apurados que andamos y ¡a esta hora!...
Pero él no se da por enterado. No cambia su filosofía de indagación, exposición y denuncia. Revisa sus derechos y recorre todas las rutas hasta dar con una explicación que clasifique como convincente. Y ahí no acaba la pesquisa. Porque el «quisquilloso» conoce al dedillo los mecanismos y procedimientos. Es el clásico tipo que lleva bajo el brazo todo cuanto puede emplear para respaldar su postura. Gracias a ello escudriña en el laberinto que nos dibujaron hasta construirse (construirnos) una verdad.
Porque son estos «matraquillosos», puntillosos —y cualquier otra de estas palabras no reconocidas en muchos diccionarios— los que suelen guiarnos por el «camino del bien» cuando de gestiones, trámites y buenas prácticas se trata. Por su valentía perseverante (aunque parezca muy molesta en medio de esta vida de premuras), es que nos llenamos de valor para una acción que debiera ser tan simple como el propio hecho de respirar: reclamar con propiedad cuando la razón va de nuestro lado.
Los he conocido de cerca. Y hasta me voy dejando contagiar (por mi bien). Tengo un amigo (de esos que valen mil centrales) con el que da gusto ir a Coppelia. Y no solo por su compañía (que es de lujo) sino porque sabe convertirse en dolor de cabeza si percibe que sus derechos de consumidor han sido vulnerados ligeramente. Él nunca se avergüenza. Pero el «crimen no queda impune». Aun cuando muchos eviten ir en compañía del «protestón», confieso que he aprendido bastante de sus resabios de «tomahelados».
Porque sin vacilación alguna, a la llegada del acostumbrado servicio desprovisto de buena parte del contenido de las bolas —hasta se bromea con su intención de hacerse pasar por casquitos de helado—, este muchacho pide con mucha educación que le sea servido el total de la especialidad escogida. Y el acto de aparente magia se completa cuando el dependiente voltea la bandeja sin quejarse y vuelve al instante con un redimido platico que «da gusto». Casi dan ganas de rezar de agradecimiento para honrar la condición de Catedral del Helado.
Pero para tomar helado… parece que hay que ser «quisquilloso». Y en este mundo de problemillas y servicios a medias, pocos se disponen a luchar por lo que les toca, cuando les toca y como les toca. Se suele escoger el camino del pobre infeliz que ha sido víctima de la indolencia de otros. Y ya. A dormir. Mañana será otro día. Pero, como suele bromear el profesor Manuel Calviño: ¡malas noticias! Si no protestó hoy… mañana puede ser peor.
Y aunque haya días de suerte en los que caminos cortos llevan al final más satisfactorio, en los que todos desde sus puestos hacen lo que les toca y como les toca, jornadas en las que el «quisquilloso» llega a casa feliz de no haber tocado su arsenal de reclamos, es preciso tener la alarma dispuesta a resonar.
Pues por mucho que se evite el dolor de cabeza, por mucho que intentemos ignorar al protestón, por mucho que nos esforcemos en salir ilesos de malos ratos, por mucho que maldigamos a esos puntillosos durante el día… siempre queda un momento, al final de la jornada, para razonar con sensatez por vez primera: «¡Si no hubiera sido por el “quisquilloso” ese!».