«Todos somos “artistas” y todos somos “poetas”», eso me dijo mi amigo Joel cuando, afligida como la damita de una novela radial, le confesé un día algunas de mis frustraciones. Bastó entonces la mirada y el gesto de consuelo para creerme su mentirilla piadosa, sobre todo porque por su carácter sarcástico y al parecer poco empático, yo solía decirle Doctor House, así que su intento de consolarme me valió el doble.
Años después, enrolada ya en las locuras de la Literatura y la Lengua, los descubrimientos cotidianos me traían de nuevo las máximas de mi amigo. Las metáforas del habla popular que escuchaba y degustaba cada día en cualquier calle cubana me repitieron su principio, el recurso por el cual todos y cada uno de los mortales somos —sepámoslo o no— poetas.
«La prueba era un clavo», «Él es un pan», «Alemania partió el mundial», «Tengo un hambre que rujo», «Eres un cactus»… En busca de diferenciarnos unos de otros, de asumirnos como parte de un grupo o una generación en específico, de sentir que no sucumbimos al olvido de lo masivo, donde perdemos el perfil personal, nos aferramos a la metáfora, reina del tropo poético; en busca de lanzarnos ilusoriamente a lo único dentro de lo mucho. Tal y como los grandes artistas en su eterna búsqueda de inmortalidad, pero acaso con más inocencia y como por casualidad, estamos todos programados para nombrar cosas de modos ingeniosos al compararlas en nuestra mente con otros objetos de la realidad.
Así, le llamamos a un objeto con el nombre de otro que en algo nos resulta parecido, y mientras más compleja y precisa sea la comparación, más únicos nos sentimos como hablantes, más nos parece que escapamos del anonimato que imponen el colectivo y el paradigma de la Lengua. Si alguien nos resulta atractivo podrá ser desde «un bombón», «un cake» o —como oyera piropear hace unos días— «una empanadita de guayaba», hasta «una piedra preciosa», «una pistola de suspiros», o «un mango llovido». Si la prueba en la escuela fue difícil, uno podría ser —como desentrañara hace poco la lingüista Judit Águila— «un aprobado por la calva» o «un caído del balcón», o podría también «doctorarse en décimo», y el examen pasaría al recuerdo, como «el cañón final», o «el pelotón de fusilamiento».
Las frases metafóricas no solo nos alejarán de lo repetido y desgastado, sino que además acercarán la Lengua a nuestra subjetividad, a los matices que nuestros sentimientos o nuestra situación les imprimen a las palabras. Parecerán satisfacernos más que los términos comunes en la expresión de nuestro pensamiento, de modo que los de gusto culinario seguramente verán en la piropeada el deseado bombón, mientras mi amigo el amante de la Física seguirá descubriendo en su vecina la peluquera un «golpe de onda» o un «haz de rayos lumínicos iridiscentes» (sí, por si hay dudas, la vecina tenía extensiones de varios colores en el pelo).
Como si fuera poco, si la analogía nos queda realmente ingeniosa o resulta que coincide con el gusto popular o el de algún grupo específico, tendremos lo que en los hit parades musicales se llama «estar pegado» —otra expresión motivada por una metáfora— o sea, nuestro lexema metafórico podría convertirse en regla en nuestra comunidad de hablantes y pasar, aunque sea por un tiempo —estrella fugaz, cometa, cigarra, ilusión, suspiro…— a la Lengua, o al menos al habla general. Así sucedió con muchas metáforas lanzadas por cantantes en temas populares, o salidos de películas. Por ejemplo, si uno de mis mejores amigos es «un yoda», seguramente no será porque antes de la Guerra de las Galaxias existiera esa palabra, y si a la suegra de alguien le ofende que le digan «gallina vieja», seguramente nos vendrá a la mente la canción de los Van Van, que supo hacerse de una metáfora realmente muy lograda. De igual modo un Benjamín es el niño chiquito, por analogía con el personaje bíblico, y una muela sería este comentario si no se detiene pronto.
Las metáforas, pues, y la Lengua en general, nos dan siempre la posibilidad que tal vez la vida y la vagancia nos robó: somos poetas, artistas. Sin el enredo de los paparazzis, y sin salir en fotos con postura de pensadores de Rodin, producimos todos los días unas cuantas buenas metáforas que no quedan recogidas en ningún libro más allá del interesante y fugaz mundo de la oralidad. Así que piense en sus metáforas, base sus comparaciones en verdaderas semejanzas semánticas, pero imprímales de paso su personalidad, su sentimiento específico.
Si a eso le añade saber adaptar siempre su registro a la situación en que se halla, entonces ya puede dejar de lamentarse por no haber sido creador: usted es, todos los días un Shakespeare, un as, un monstruo, un orfebre de la palabra, un tigre, un Homero, un aedo…