Vanesa llegó para virarlo todo al revés (aunque siempre he sospechado que lo que hizo fue poner el mundo en su lugar). Invadió sin necesidad de autorizaciones el más intrincado de los rincones de su casa. Sus padres, abuelos y hasta los bisabuelos que ostenta orgullosa, bajaron la cabeza (o la levantaron de «vanidad de la buena») para reconocer tanto ingenio. Porque Vanesa es mucha Vanesa.
Ya sé que hay infantes con récords mundiales de conocimientos demasiado aventajados para su edad. Conozco las historias de los genios artistas y sus despampanantes «obras noveles». Pero no he conocido a ninguno. Y desde el televisor o los libros no me impresionan tanto como lo ha logrado esta pequeñita que (para más señas) es la hija de un gran amigo. Otra subjetividad se impone para que Vanesa me deje con los ojos, la boca, los oídos y el corazón más que abierto: el mensaje sentimental detrás de lo que sabe.
Porque —sin restarle valor a los increíbles infantes que andan por ahí— no es igual aprender indescifrables cuentas matemáticas, recitar capitales de países o deslumbrar con voz angelical… que lo que hace esta muchachita de poco más de tres años, ¡y en varios campos de acción!
Empecemos por la música. Porque Vanesa promete ser una intérprete especial. Aunque aún no sabe hacer sonar ningún instrumento, canta aquellos temas que les escuchamos a nuestros abuelos. Así, cuando una menos se lo espera, sale Vanesa con clásicos como Hey, Jude; Cenicienta, o cualquiera de los éxitos de la trova tradicional del patio.
Pero ahí no se agota la magia. Con el toque distinguido de los artistas de grandes escenarios y los rizos rebeldes deambulando por el aire sin cadencia, pero con gracia, comienza el espectáculo teatral. Y las escenas no salen de la telenovela de moda o la película del sábado. Vanesa se convierte en la Bailarina española. Y cede, y ondea, y provoca, y admira esta niña que ya es martiana sin saberlo.
Así se inaugura el acto de los poemas, cual inocente manantial de repeticiones que algún día será más que la respuesta a una petición de sus dichosos familiares, porque ya va entrando en sangre, y deberá trocarse en asimilación (proceso más simple cuando se inicia desde los sentidos).
Desde el primer instante de la poesía, Vanesa le cuenta a todos que «Hay sol bueno y mar de espuma, y arena fina y Pilar…». Y claro, no se puede evitar la sonrisa, porque su cháchara poética tiene el estilo lingüístico propio de quienes se separaron del vientre materno hace «unos meses».
No es que haya que diagnosticarla de obsesión temprana con la historia de su país (ojalá muchos tuvieran ese «dulce padecimiento»), pero Vanesa también llega al arte gráfico. Agarra aquellos libros ilustrados que traen a nuestros héroes, con la autoridad de quien puede dar lecciones de reconocimiento. Y se lanza a atrapar a los Martí, los Gómez, los Maceo y a todo aquel a quien va incorporando a su catálogo de sentidos conocimientos.
Vuelve entonces a la carga con su Himno de Bayamo. Y me asombro, y me admiro, y me cuestiono: ¿qué tiene Vanesa de especial?, ¿de dónde le ha salido tanto saber, que un día será identidad, que un día será amor, que un día será el sentir inextinguible por Cuba? ¿Pertenece a la ciencia ficción de lo inalcanzable? ¿Cómo se gestó el milagro?
Vanesa tiene dos abuelos pedagogos, un padre que ha estado frente al aula y una madre que fomenta el ansia de aprender. Vanesa tiene lo necesario para ser el genio que se espera. Mas podría su innegable inteligencia inundarse de otras materias. Pero en los genes de esta familia hay más que una profesión, una inclinación o un conocimiento.
En esa casa, en las descargas bohemias de los fines de semana, en las discusiones de historia que se instalan en cualquier momento, en la canción que un abuelo le suelta de repente a su esposa… vive un sentimiento: Cuba.
Por eso Vanesa no ha podido aprenderse con exactitud el nombre de un viejo amigo de sus padres. Porque cuando le preguntan, ella no se limita al verdadero mote, no se detiene en José, que es su designación a secas. Vanesa se desboca y grita a todo pulmón: « ¡José… Martí!».