Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La mentirosa cruzada de Washington no va tras terroristas ni narcos

Desde la guerra contra el narcotráfico pasando por su declarada batalla al terrorismo, las cacerías desatadas por Washington en Latinoamérica y el Caribe solo son excusas para la intervención 

Autor:

Marina Menéndez Quintero

«Descertificar» a Venezuela es la más reciente y nada sorpresiva manipulación de la saga de acusaciones con que Washington sataniza a ese país, en lo que se aprecia como una provocación que pudiera ser prefacio de una agresión armada. 

Nunca en los tiempos recientes, los mares de nuestro Caribe han sido objeto de un despliegue militar tan excesivo y amenazante como este que enrola a 4 000 soldados y dura más de cinco semanas, durante las cuales al menos tres embarcaciones pesqueras han sido interceptadas y aniquiladas por los invasores de nuestros mares tras la acusación de que transportaban drogas y provenían de las costas venezolanas. 

De manera impune, una de ellas fue ametrallada y hundida dentro de los límites de la Zona Marítima Exclusiva de Venezuela lo que, según las propias autoridades de EE. UU., habría provocado la muerte de 11 personas.

No hay pruebas de que esas precarias naves trasportaran alijos de sustancias estupefacientes; pero ello tampoco justificaría que fueran atacadas, ni la parafernalia bélica con que toda la región está en el colimador del Pentágono.

Tan grave es la situación, que expertos de Naciones Unidas han intervenido por primera vez ante una maniobra militar de Estados Unidos en nuestra región y condenado los hechos, que consideraron una violación del Derecho Internacional, que «no permite que los Gobiernos directamente asesinen a supuestos narcotraficantes», dijeron. «Deberían haber sido investigados y procesados con arreglo a la ley».

Pero los relatores de la ONU aún fueron más enfáticos y precisos: «El Derecho Internacional no permite el uso unilateral de la fuerza en el extranjero para combatir el terrorismo o el narcotráfico. Los ataques a grupos del crimen organizado en el extranjero violarían la soberanía, y podrían constituir un uso ilegal de la fuerza según la Carta de las Naciones Unidas», aseveraron.

Sencillamente, no hay derecho. Lo que Estados Unidos está haciendo —¡vaya sorpresa! — constituye otra ilegalidad.

Sin embargo, poco después de que las fuerzas navales zarparan para iniciar su misión, ya el secretario de Estado, Marco Rubio, a quien algunos identifican como autor de esta poco novedosa estrategia intervencionista, había dejado claro que a su administración no le interesa lo que digan las leyes, y trató a los relatores de la ONU como «ignorantes».

Mientras, marines y soldados no solo han regresado a las maniobras que ya no ejercían en Puerto Rico; además, acaban de reabrir su antigua base de Roosevelt Road, reocupando terrenos obligados a abandonar bajo la presión de la ciudadanía boricua desde inicios de los 2000, prestos a saltar hacia cualquier parte.

El banderín de largada lo ha agitado la administración Trump, al declarar que las bandas de narcotraficantes son terroristas.

Ello significa una peligrosa simbiosis, una amalgama macabra de la vieja e hipócrita cruzada estadounidense contra las drogas, inaugurada desde el Gobierno de Richard Nixon y calorizada, bajo Ronald Reagan en los años 80, y la «ofensiva» contra el terrorismo que después sirvió de escudo a George W. Bush para sus guerras en el Medio Oriente, y a tenor de la cual promulgó leyes que persiguieron a las personas de procedencia árabe en su suelo —¡e incluso en el de ellos!— y horadaron la privacidad y, en general, los derechos civiles de los propios estadounidenses.

MENTIRA SOBRE MENTIRA

En comparación con la parafernalia de guerra que acecha ahora en espera de quién sabe qué en aguas caribeñas, dictaminar cuáles países han enfrentado con eficacia o no ese flagelo según el Departamento de Estado, parecería algo de poca monta. 

Pero la lista con que Estados Unidos se arroga anualmente el derecho de proclamar cuáles naciones cooperan contra las drogas y cuáles no —así como lo hace en su supuesto enfrentamiento al terrorismo— constituye un instrumento de la misma maquinaria satanizadora y mendaz que usa para encubrir sus propios crímenes.

No resulta ocioso reparar en cuáles han sido los otros dos países latinoamericanos «descertificados», según el comunicado dado a conocer el lunes pasado por el Departamento de Estado.

Colombia es uno de ellos, pese a que la gestión de Gustavo Petro se ha empeñado en desmovilizar a los cárteles mediante su política de Paz Total y rescata las tierras «de nadie» en manos de esas bandas, para titularlas a favor de trabajadores rurales. Durante 2024, Bogotá logró la incautación récord de 889 toneladas de cocaína, refutó el Jefe de Estado ante la «descertificación».

La otra nación en esa lista arbitraria es Bolivia, que con su política de «coca no es cocaína», impulsada desde la llegada al poder del expresidente Evo Morales, reivindicó un cultivo ancestral al tiempo que tomó medidas para aumentar las incautaciones y colaborar con las fuerzas del orden de EE. UU., para llevar ante la justicia a narcotraficantes, respondieron sus autoridades.

Los esfuerzos son importantes. Sin embargo, lo que conspira contra un enfrentamiento eficaz del flagelo después del consumo en Estados Unidos y Europa, que alienta la producción, es el propio enfoque que Washington da a su campaña, sin tomar en cuenta la necesidad de cultivos alternativos para que los campesinos pobres de América Latina que siembran «las yerbas», tengan otro modo de buscarse el sustento.

La necesidad de variar la estrategia con que la Casa Blanca dice combatir el narcotráfico, ha sido discurso reiterado por Petro, toda vez que Colombia es identificada históricamente como uno de los territorios donde más cocaína se produce.

También el presidente boliviano Luis Arce ha reclamado que para combatir el flagelo deben unirse y mancomunarse los esfuerzos.

Nadie pasa por alto que, junto con Venezuela, los «descertificados» son Gobiernos progresistas que bregan por el cambio. Con el despliegue naval estadounidense, no solo la nación bolivariana peligra.

Esa «ineficiencia» del proclamado enfrentamiento a las drogas impuesto por Washington a América Latina, basado en la represión mediante las erradicaciones forzosas y las fumigaciones con sustancias tóxicas, está a ojos vista. Si esa estrategia de fuerza aplicada por EE. UU. fuera de sus fronteras desde los tiempos de Reagan, resultara efectiva, hace tiempo sería una batalla victoriosa.

Durante décadas, sucesivos Gobiernos, sobre todo en los países andinos, sucumbieron a las presiones que impusieron metas de erradicación de cultivos y nocivas fumigaciones aéreas hasta llegar, a comienzos de los 2000, al instrumento más intervencionista, el Plan Colombia, mediante el cual Washington se hizo del control allí de al menos siete bases para sus efectivos, que fueron útiles, sobre todo, para adiestrar y apoyar al ejército en su fin de aniquilar a los movimientos guerrilleros, y vigilar a la región.

En virtud de ese programa, los distintos Gobiernos derechistas colombianos que lo sostuvieron —principalmente, los de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe— entregaron la suerte del país y el cono sur a la «supervisión» estadounidense, mientras recibían bondadosas inyecciones financieras, destinadas en un 80 por ciento al ámbito militar.

Análisis realizados cuando ya el Plan Colombia estaba en declive a manos de un Congreso estadounidense donde muchos cuestionaban los resultados antidroga y estaban inconformes por los reportes de violaciones a los derechos humanos llegados desde allí, demostraron que la producción y el tráfico ilícito de estupefacientes no había disminuido mientras, por el contrario, la violencia crecía a manos del paramilitarismo, que afloró junto con el narcotráfico y la contrainsurgencia.

Para 2022, los cultivos de ilícitos alcanzaban las 215 000 hectáreas según fuentes periodísticas, y el saldo humano cuantificable era de más de ocho millones de desplazados y 6 400 ejecuciones extrajudiciales.

MILITARIZADOS

Muchos están persuadidos de que el propósito de la Casa Blanca desde siempre no ha sido combatir el ilegal y lucrativo negocio, sino aprovechar la excusa para sobrevolar nuestros suelos, instalar radares y entronizar a soldados que mantuvieran vigilada esta parte del hemisferio. La vida lo demuestra. La cruzada yanqui contra las drogas ha sido otra fachada para el intervencionismo. 

Aunque militarizar ese enfrentamiento ha estado hace tiempo en la estrategia estadounidense, y pese a que esa variante cobró fuerza desde el primer mandato de Donald Trump, nunca antes como ahora fue tan prepotente y peligrosa. Se considera que desde 1965, cuando la intervención yanqui en República Dominicana, que duró un año, no se veía algo similar en el Caribe. 

Nunca huelga recalcar que se trata de ocho buques de guerra, entre ellos destructores con misiles, una nave de asalto anfibio, un crucero y un submarino nuclear, aviones de reconocimiento y de combate, y 1 200 misiles apuntando hacia Venezuela, como denunció su presidente Nicolás Maduro, sin contar el arsenal que están emplazando en Puerto Rico.

Decir que se persigue el narcotráfico y que los cárteles son terroristas no justifican la militarización ni las acciones agresivas. En cualquier caso, se trata solo de otra excusa hipócrita de Washing-
ton para recuperar el dominio perdido.

 

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.